Tras una desafortunada llegada y nefasta tarde en Anchorage, por fin logré hallar las conexiones que necesitaba para continuar con mi viaje a Talkeetna. Me quedé sin coche de alquiler; no obstante, mientras sonrío desde lo más hondo de mi alma, os garantizo que fue lo mejor que pudo sucederme. Cuando el universo se pone completamente en tu contra para impedir que lleves a cabo una acción, ten por seguro que debes dejar de intentarlo, pues algo mil veces mejor te aguarda al final de la corriente.
Pronto por la mañana mi cara cambió cuando aquel simpático taxista local me dejó en la estación de Anchorage mientras me decía que no se creía que estuviera soltera. Para darle más gracia al asunto le dije que tal vez buscaba un “doctor en Alaska”. Soltó una carcajada y me garantizó que en Alaska había muchos doctores. En seguida me vi inmersa en la aventura salvaje. Chicos viajeros como yo viajaban solos en tren, pero no vi a ninguna chica… Antes de sentarme en un rincón del suelo junto a un atractivo mochilero fui al baño. Allí es donde en una mala postura frente al espejo me contracturé el omóplato derecho.
Por supuesto me lo esperaba. Llevaba siete inagotables días conduciendo sin descanso por Canadá. Crucé el estado de British Columbia en un solo día, desde Vancouver a Jasper, con la ilusión de llegar cuando antes a las míticas Montañas Rocosas en el estado de Alberta. Por supuesto lo logré. Once horas al volante con lluvia, viento, patinazos por doquier… y un par de paradas más que obligatorias, dieron comienzo a mi aventura. Al cabo de siete días sobre ruedas recorriendo los parques nacionales de Jasper y Banff, subiendo montañas increíbles, recorriendo cañones, lagos y valles a dos (y cuatro) patas y mochila al hombro, perdí totalmente la noción del tiempo. Comía cuando tenía hambre y simplemente me dejé llevar por los momentos. La vuelta a Vancouver no fue para menos. Otras once horas en coche dispuesta a emprender la aventura de mi vida… en Alaska.
Me encontraba sentada en el Alaskan Railroad, en el “Adventure Class” mientras sentía un dolor cada vez más agudo que recorría mi omóplato hasta llegar a mi nuca. Me acompañaba mi gran maleta roja. Pensaba que al llegar a Talkeetna tal vez el “host” de la cabaña donde me hospedaba no iba a venir a recogerme, ya que tuve que improvisar mis medios de transporte la noche anterior y malamente pude enviar un email a altas horas de la noche para avisarles de que llegaría en tren.
Tras dos horas y media de viaje con unas vistas excepcionales llegué a Talkeetna. Un pueblo del interior con un promedio de ochocientos habitantes durante el invierno y puntas de hasta dos mil en verano. El pueblo lo conformaban tres calles vagamente asfaltadas. Era un pueblo acostumbrado a vivir bajo la nieve, sin necesidad de mayores infraestructuras, rodeado de tres ríos preciosos y una naturaleza única: Denali. A pesar de ello había multitud de comercios curiosos, restaurantes, pubs, cafeterías y cabañas de actividades de aventura.
Cuando bajé del tren me sentía tremendamente feliz. No sabía si alguien me estaba esperando o si tenía que buscarme la vida para llegar a mi cabaña. No había taxis en el pueblo y además éste se encontraba a una milla de la estación. Aun así me sentía feliz como una perdiz. Cuando fui a recoger mi maleta roja pasé por delante del aparcamiento. Había coches con ocupantes esperando a algunos viajeros. Me llamó la atención un señor de pelo blanco con coleta. Estaba escribiendo un mensaje en su móvil.
Al pasar junto a él pude ver que sus ojos eran muy claros. Seguí caminando hasta llegar a la entrada de la estación donde estaban dejando las maletas que descargaban del tren. De pronto observé que el señor de coleta venía directo hacia mí. Con una sonrisa le pregunté si me estaba esperando. Los dos nos quedamos sorprendidos porque en realidad había muchas personas alrededor. Me llamó por mi apellido y le di las gracias entre risas mientras trataba de explicarle mis peripecias de la noche anterior.
John me acompañó en su coche a visitar todo el pueblo. Me recomendó varios sitios para comer y también me gestionó algunas actividades para el día. Hasta me llevó a un centro de masajes que habíamos encontrado en la revista local para que me relajaran la contractura del omóplato dentro de lo que fuera posible. El centro que encontramos fue toda una historia… tal vez lo dejamos para otro momento (me río).
Al atardecer, después de mi aventura en un jet boat derrapando y esquivando los troncos flotantes a lo largo de los tres ríos, John volvió a recogerme en el pueblo para llevarme finalmente al alojamiento. Me invitó a participar en la hoguera tradicional que hacían cada noche a la luz del sol (en Alaska en verano apenas anochece). Tras darme una merecida ducha caliente me vi con energía suficiente para acercarme a la hoguera a conocer a otros viajeros y… a David. John era el dueño de las cabañas, canadiense de origen y viviendo a caballo entre los Estados Unidos y Alemania. Allí en Alemania estaba su mujer que venía a Alaska en Septiembre para dar cierre a la temporada de verano.
Cuando me acerqué a la hoguera John me presentó a otros viajeros, todos en pareja o en familia, mayoritariamente americanos y algún que otro europeo. David se presentó por sí solo, sin apenas darme cuenta de que era el socio de John. Pronto apareció Scout, el perro de David. Parecía un oso negro, lo que daba lugar a un buen chiste para mi gusto dada la popularidad de los osos negros en los alrededores.
David me observada desde el otro lado del fuego, sentado en silencio. Finalmente no sé cómo me di cuenta de cuál era su papel allí y me acordé de los emails que nos habíamos cruzado semanas atrás. Los otros viajeros me enseñaron a hacer "s'mores" al fuego y David me preparó mi primer bocadillo de biscuit, chocolate y s'more.
A la mañana siguiente había pensado coger una bicicleta y recorrer los veinte kilómetros de ida y los otros veinte de vuelta que había al pueblo. Cuando entré a la cabaña principal que John y David compartían con los viajeros, tomé un poco de café recién hecho por John (David estaba arreglando las cabañas para los nuevos huéspedes) y me recomendó un “bakery-cafe” donde podía parar de camino para recuperar las fuerzas (y conectarme a la wi-fi por si necesitaba que me rescataran).
Ya para entonces se habían percatado de que era un tanto despistada. Me río yo sola al recordar el frenazo que pegó con su coche John, cuando el día anterior me dejó delante del río donde se supone que iba a dar un paseo, y vio cómo me disponía a caminar en la dirección contraria… En realidad no me despisté, quería ir a los baños públicos que había por allí. Él se quedó con aquel detalle y tuvo especial atención conmigo desde aquel momento.
Cogí la bici. Mi happy bici. Una bicicleta amarilla con margaritas de colores. Creo que me la ofrecieron para poder encontrarme mejor si me perdía. David me ajustó el sillín y me repitió lentamente en qué dirección debía salir para el pueblo, a qué altura estaba el “bakery-cafe” y a cuánta distancia el pueblo de Talkeetna. Según pedaleaba me reía yo sola imaginándome la conversación que debían tener John y David. No les faltaba razón, soy una despistada y mi orientación es pésima, pero aun así allí estaba yo en Alaska. Wild wild Alaska!
Me di cuenta de que aquellos días en las montañas rocosas me sirvieron de mucho para ponerme en forma. De camino paré frente a un lago donde había avionetas sobre el agua. Cuando subía de nuevo hacia el aparcamiento a coger mi bici, me pareció ver el coche de John y David. Fuera quien fuera dio lentamente la vuelta y se fue.
Paré en el “bakery-cafe”, llegué al pueblo, disfruté de una comida increíble (salmón salvaje típico de la zona) al son de la música (“Have you ever seen the rain”) y tras comprar algunos recuerdos (“dreamcatchers”) volví a montarme en la bicicleta. Sabía que me esperaban dos horitas de ruta y con alguna que otra subida interesante por el camino. Me sentía preparada para la ocasión.
Cuando me asomé a las cabañas vi que David estaba apoyado en la barandilla de madera de la cabaña principal. Pasé de largo rápidamente con la bicicleta (sólo me faltaba llevar un cascabel de oso) y me acerqué a la orilla del río. Decidí quedarme tumbada una horita escuchando música y observando la altura de aquellos inmensos árboles que a lo largo del año debido a la nieve caían al río. De hecho es una estampa típica ver troncos flotando en los ríos de Alaska.
A las siete en punto comenzó a llover. Para entonces llevaba diez días en la naturaleza contra viento y marea, y había aprendido a convivir con la lluvia sin apenas inmutarme. Decidí mojarme un ratito más mientras mi ropa se iba embarrando. Cuando ya tuve suficiente dosis de locura me levanté, cogí la bici y recorrí los cien metros que me separaban de las cabañas. Se me pasó por la cabeza que David y John tal vez estarían preocupados por mí, pero en seguida pensé… “por Dios, sólo eres una huésped… espabila y despierta de tus sueños de colores”. Cuando entré me crucé con el coche de David. Bajó la ventana y me miró con los ojos clavados: “Right now I was driving to look for you”.
No me lo podía creer. Jamás en mi vida nadie había salido a buscarme bajo la lluvia. De hecho eso sólo sucede en las películas y en mis fantasías (me río). Sólo pude sonreír, totalmente empapada (y embarrada) sobre mi happy bici, mientras pensaba que David se preguntaría de dónde leches venía hecha unos zorros y además por el camino del río. Me salió un “I’m here! “, y él sólo pudo reírse. Aparcó el coche, me cogió la bicicleta y me invitó a tomar su famosa sopa picante. Entré con él en la cabaña principal y comenzó a preparar aquella tan nombrada sopa con veinte mil especias y aceite de coco. John estaba plegando algunas toallas. Me preguntó qué tal me había ido el día y nos dejó solos.
A partir de ahí fue una velada de cuatro horas que guardo para mí. Hablamos de muchas cosas, aunque menos de las que me hubiera gustado echando la mirada hacia atrás. A medianoche nos acercamos a la hoguera, trajimos a Scout con nosotros y comimos un par de s'mores (todavía necesito asistencia para que no se me quemen).
Al día siguiente John me estaba esperando para acercarme a la parada de autobuses. Debía proseguir mi viaje. Esperaba que David estuviera por allí pero tenía que arreglar algunas cabañas. Cuando salimos a coger el coche David salió apresuradamente del interior de una cabaña, me miró fijamente a los ojos, me dio los buenos días, me preguntó si había dormido bien y se detuvo a hablar con John. Desconozco la conversación pero preferí darme la vuelta y marcharme. David entró en la cabaña, John cargó mi maleta mientras me sonreía y yo no apartaba la mirada de la cabaña principal. Nadie volvió a salir. John me hizo una señal para subirme al coche y nos alejamos.
Hoy estaba en Seward (Alaska) dando un paseo bajo la lluvia escuchando “Have you ever seen the rain” en mi Spotify y pensé en dos cosas: en enviar un email muy especial y en compartir mi historia con vosotros.
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