Llevo un par de semanas sin poder sentarme delante de mi página web, con tiempo y calma, para poder contaros mis últimos descubrimientos. He estado viajando por motivos de trabajo, en esta ocasión a un país maravilloso, pero que actualmente no entra dentro de mis preferencias personales. Viven un conflicto político-bélico notorio a nivel mundial, suficiente para prender la misma chispa que desencadenó la Primera Guerra Mundial. Evidentemente no era un viaje que yo hubiera realizado como opción personal.
Durante estas dos semanas he reflexionado sobre varios temas, casi siempre mientras me llevaban en coche al trabajo y me traían de vuelta al hotel. Cada día tenía un trayecto de dos horas por carretera. Hace cinco meses una compañera de trabajo murió en un accidente de tráfico en el mismo país. Digamos que su cultura vial no está muy desarrollada. Cada día hay retenciones de tráfico tanto en las carreteras principales como en las secundarias, y casi siempre se debe a algún accidente de tráfico donde un ser humano acaba de perder la vida. Cada vez que he viajado a este país (ya llevo seis visitas) he presenciado un accidente de tráfico, incluyendo atropellos de peatones, que no han tenido precisamente un final feliz.
Hace poco una mujer de dicha nacionalidad me explicó que los orfanatos estaban “rebosantes” de niños, básicamente por dos motivos: los accidentes de tráfico (los padres dejaban a sus hijos huérfanos y los familiares no se hacían cargo de ellos), y el alcoholismo. Del alcoholismo no hablaré en esta ocasión. Simplemente diré que en este país es un problema muy grave, está muy enraizado en su cultura y de momento no le veo una fácil solución.
La primera tarde de domingo, nada más llegar al país, salí a pasear cerca del hotel, a lo largo de la gran avenida que conecta el centro de la ciudad con el exterior. Según caminaba y caminaba y caminaba, pensé que aquella avenida se parecía a los pasillos incansables de las empresas de estilo comunista. Largos y austeros, con multitud de estancias a ambos lados donde se ubican reducidos grupos de trabajadores. Las amplias escaleras de madera desprenden un olor característico y solitario. El crujido de los peldaños produce un eco en el vacío del aire que a mí, personalmente, me transporta a una época que no me corresponde. Según avanzas por el corredor de la empresa no tienes ni la menor idea del número de personas que se esconden en las distintas oficinas. Es una estructura que no permite la comunicación entre los diferentes departamentos de una compañía, mucho menos con el jefe, y a veces ni siquiera con los propios compañeros del mismo departamento.
Aquella avenida era exactamente igual. Mientras caminaba no sabía a dónde me iba a llevar. Podía seguir caminado kilómetros y no llegar a ningún sitio en concreto. A ambos lados de la calzada, perfectamente integrados en la solemnidad de aquellos edificios austeros, multitud de tiendas, comercios, entidades financieras, bares, cafeterías y restaurantes pasaban totalmente desapercibidos. La gente entraba y salía, pero su apariencia y sus gestos no me daban pistas para saber de qué tipo de establecimiento acababan de salir. Para averiguarlo debía acercar mi cara literalmente al cristal y observar el interior de la misma manera que lo haría un niño de cinco años o un extraterrestre que acababa de aterrizar en nuestro planeta.
Tras observar un atardecer precioso sobre la orilla de un río desde un puente sin nombre ni apellido, decidí volver sobre mis pasos y buscar un restaurante donde poder cenar algo. De camino en la oscuridad, bajo la sombra de aquellos edificios y acompañada del ruido de los motores de los vehículos que circulaban a toda velocidad por la avenida, me invadió una extraña sensación de familiaridad. De pronto mi paisaje emocional se oscureció (hacía años que no tenía esa sensación). Recuerdos que no eran míos me vinieron, y sin que me diera tiempo a entender lo que estaba pasando, comencé a “recordar” tardes oscuras y frías sobre esas calles. Anocheceres grises, con tintes dramáticos tal vez relacionados con la pobreza sobrevenida en un país tras una guerra. Edificios derruidos, calles polvorientas, desnudas y profundamente deprimentes. No era una niña, era una persona adulta con vivencias que ahora estaba recordando sin ser consciente de que las había vivido. Durante unos minutos me sentí parte de aquella terrible historia.
Encontré un lugar para cenar. Los camareros eran chicos y chicas jóvenes que para mi sorpresa me sonrieron de forma inesperada. Tal vez en ese instante mi “recuerdo” comenzó a desvanecerse y fui recobrando la distancia de aquella misteriosa vida que no recordaba haber vivido.
Las siguientes semanas me concentré en mi trabajo, en las personas que trataban de ser atentas conmigo y en mi turismo de fin de semana. Debo decir que tuve la inmensa suerte de disfrutar de un tiempo genial para las fechas en las que estamos, y más en ese país, donde la nieve es su máxima aliada, el escenario donde se sienten vivos, y el frío, su sello de calidad.
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