Tenía que cumplir mi objetivo de llegar a Kuramadera. Usui Sensei se retiró al monte Kurama donde permaneció en ayunas hasta que alcanzó el tan deseado estado de iluminación, se dice que el vigésimo primer día. Aquel día no sólo alcanzó la iluminación, sino que descubrió el poder de la energía universal, el Reiki.
El verano pasado, durante mis vacaciones en Japón, tenía “planificado” visitar el Monte Kurama y su mítico templo “Kuramadera”.
Había leído en un blog que era recomendable bajarse en la anterior parada de tren (“Kibune”) para poder caminar un tramo y disfrutar de los estupendos restaurantes construidos con bambú y suelos de tatami sobre el río. Lo cierto es que me encantó el recorrido. Los comensales se sentaban sobre el tatami, descalzos, mientras sentían cómo el agua corría bajo sus pies. Se encontraban literalmente sobre el cauce del río, rodeados de cascaditas de agua que emanaban un aroma extremadamente relajante.
Llegué a lo que debería ser la siguiente parada. En algún punto cercano esperaba ver la gran Kuramadera, o al menos alguna señalización que me indicara la dirección correcta. Al final de la carretera vi una subida asfaltada que serpenteaba hacia la montaña, así que pensé que aquel era mi camino. Respiré hondo y me adentré en la aventura. Sentí que cada vez me alejaba más y más de la civilización de Kibune. A mi alrededor, las plantas iban creciendo hasta verme rodeada de bellos árboles de tronco estilizado, de color verdoso, que incluso sobresalían del horizonte de la montaña. Tomé unas fotos espectaculares.
Seguí ascendiendo durante casi una hora. En todo el recorrido no me crucé con nada ni nadie. Estaba sola. Literalmente sola. En aquellas circunstancias, el hecho de imaginar que podía cruzarme con alguien comenzó a aterrarme. Me sentía en los confines del mundo, donde cualquier persona podría decidir volverse perversa por minutos. Nadie sería testigo de lo ocurrido, y probablemente en ese mismo lugar quedaría enterrado el recuerdo del infierno.
Comencé a revisar las laderas del camino para ver si en caso de necesidad podría cobijarme y pasar desapercibida. Pensaba que en el momento en que escuchara el ruido de un coche debía esconderme en el bosque. No debía permanecer visible. De pronto oí el sonido lejano de un motor. Era un coche que subía. Por un instante me concentré en el ronroneo del motor para saber si ralentizaba la velocidad de forma sospechosa. Estuve a punto de meterme en el bosque, pero decidí no hacerlo y me encontré con un coche enorme parado a mi derecha. Mi cuerpo se paralizó.
Me giré para observar el rostro del conductor. Era un señor japonés sonriente, de unos 50 años. Miré el asiento del acompañante y me relajé al observar que se sentaba una mujer elegante, sonriente. El señor me gesticuló muy amablemente para que me subiera al coche. La verdad es que estaba empapada en sudor, no me quedaba agua en la mochila y eran casi las dos de la tarde.
Me subí muy alegremente. Ni siquiera me preguntaron a dónde iba, simplemente condujeron durante ¡más de una hora! La carretera de ascenso parecía no tener fin. Esta vez en calma, observaba por la ventana el hermoso paisaje que íbamos ladeando. En todo el trayecto no vimos ni un solo coche ni una sola persona. Me alegré de estar acompañada de aquella pareja japonesa. De alguna manera me mostraron lo que me deparaba aquel camino: nada.
Subimos la montaña y bajamos por el lado opuesto. A ciencia cierta nos habíamos alejado mucho de Kyoto, así que les señalé con el dedo apuntándome a mí misma mientras decía “Kyoto”. Se miraron asombrados, y tras compartir algunos comentarios entre risas, me dieron a entender que me llevarían a una estación de tren. Me sorprendió el hecho de que se pararon un par de veces para preguntar. Parecía que estaban perdidos, pero no les importaba. Continuamos en la carretera cerca de una hora y media en total. Contemplaba sus rostros; estaban serenos y felices. Me abastecieron de agua, se preocuparon por si comenzaba a sentir frío con el aire acondicionado, y al final estacionaron en un área de servicio. Tal vez necesitaban repostar, pero en seguida me invitaron a salir del coche con ellos y me hicieron un gesto para comer.
No salía de mi asombro. Me vi sentada en un restaurante con aquella pareja encantadora de japoneses. Aproveché el momento para sacar mi mapa y tratar de explicarles mi aventura: venía caminado de Kibune, comencé a subir la montaña y mi propósito era llegar a Kuramadera. Se miraron como si hubieran descubierto la séptima maravilla del mundo, y entre risas me dijeron que me llevarían a Kuramadera en coche. Me señalaron el reloj que estaba colgado en la pared, y me explicaron que tenía hasta las 17:30 horas para llegar, ya que a esa hora se cerraba el templo.
Acabamos de comer. Ni siquiera me dejaron pagar. Subimos al coche y nos dirigimos al noroeste de Kyoto. En el tiempo que duró el viaje no dejaba de preguntarme qué hacían estas personas conduciendo por la montaña. Observaba los guantes blancos de puntilla que llevaba la mujer, y entendía menos aún con qué propósito salieron de su casa por la mañana. La relación que había entre ellos era conmovedora. Se miraban con dulzura y se gastaban bromas. En la comida por ejemplo, el señor comparó la nariz de su mujer con la mía, mientras se reía y le decía que era como una cerdita.
Llegamos a las puertas de Kuramadera. Por fin había conseguido mi propósito. Salieron del coche, me abrieron la puerta y me cogieron de la mano con una reverencia de agradecimiento. No daba crédito a lo que veía. Yo sí que estaba agradecida de que me hubieran rescatado (literalmente) y me hubieran llevado a mi destino. No sabía cómo expresar todo lo que les debía.
Pronto entendí que estas dos personas fueron mis “ángeles”. Vinieron en mi ayuda y me guiaron hacia mi destino. Me sacaron del mal camino, probablemente porque no era lo que estaba previsto para mí, y me colocaron en el lugar correcto en el momento correcto. Por más que busco una explicación de por qué conducían sin rumbo por la montaña, vestidos de forma tan elegante, y sin ningún propósito aparente por cumplir en el día, no doy con la respuesta.
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