Maui, la isla surfera

26.08.2015 15:18

El avión de hélices ya me daba una pista de que estaba en territorio hawaiano. Cuando cambié de terminal pasé por un puente al descubierto en medio del aeropuerto de Honolulu. Según caminaba me rodeaba un paisaje tropical que llegó a desorientarme. No sabía si estaba en un aeropuerto o estaba en una de mis caminatas ya en la isla. Llegué a la puerta de embarque y a la hora me subí al avión de hélices con rumbo a Maui. Localicé mi asiento de pasillo. Un californiano joven y corpulento me pidió paso para sentarse en la ventana. Todavía adaptándome al acento, me pareció que me estaba dando muchas explicaciones sólo para pedirme paso, así que interpreté que tal vez tenía dudas entre mi asiento y el suyo (a veces puede pasar que nos despistemos y nos sentemos en el asiento incorrecto). Le pregunté si estaba bien en la ventana o si quería que le cambiara, y él muy sonriente me dijo que si quería la ventana me la cedía sin problema. Los dos nos echamos a reír, supongo que por diferentes motivos pero yo desde luego me reía por mi confusión y el morro que le eché sin querer.

Durante el trayecto me fijé en la coleta rubia que llevaba. Pelo lacio y largo. No necesitaba girarme al estilo muñeco diabólico para verlo. Un reojo por mi parte cumplió su misión. En la media hora que duraba el vuelo nos sirvieron unos envases de agua y zumo. Supongo que no daba tiempo a más y menos a que pasaran de uno en uno a preguntarnos lo que queríamos tomar. Para rematar mi imagen morruda, me quedé mirando al californiano según se tomaba toda el agua de un sorbo. Cuando acabó me salió una risita y le solté un “Wow! So fast!”. El chico me miró sin saber cómo reaccionar, reírse, pasar de mí… por un instante debió pensar que era una de esas pasajeras desequilibradas que se toman la libertad de hacerte comentarios sin conocerte. Decidí que los veinte minutos que me quedaban a su lado los pasaría calladita como una chica normal.

Cuando aterrizamos salimos del avión y nos dirigimos a la sala de equipajes. Cruzamos una puerta de cristal que nos llevaba al exterior. Observé que la sala de equipajes estaba indicada hacia la derecha. Él viajaba con su pequeña bolsa de mano así que supuse que giraría en la otra dirección, hacia el aparcamiento. Así fue. De pronto se giró para mirarme y ralentizando su paso, me sonrió, mientras se quedaba observando lo que yo hacía. Cuando vi que estaba allí de pie sonriente, saqué mi manita y le saludé como una niña pequeña, sonriente e inocente… eso sí… con el tonito ridículo que los extranjeros ponemos cuando decimos “Bye Bye!”.

Ainnnns… sólo me quedaba llegar a la oficina de alquiler de coches. En el aeropuerto de Maui había que coger un shuttle bus desde la terminal a las oficinas. Enseguida llegó el autobús de mi compañía. Fui la única pasajera de aquel conductor tan simpático. Era auténticamente hawaiano. Me dijo que me quitara la mochila y que la dejara en las estanterías. Le miré cabizbaja, le pegué un resoplido de animal campestre y entre carcajadas me dijo que estaba bien. Prefería sentarme con la mochila acuestas, así no tenía que volvérmela a poner al cabo de tres minutos. Tal vez un cuerpo macizo no se resiente al colocarse una mochila al hombro, pero mi cuerpecito sufría varios rasguños cada vez que tenía que pasar los brazos por debajo de las asas y dar el salto de gracia para colocarme toda la carga en el lomo. Pensé que era mejor evitar aquellos movimientos tan bruscos para mis músculos, huesos y tendones.

Me entregaron las llaves del coche, el navegador y el rollo de papel del contrato. Ya había anochecido, así que me lo tomé con filosofía ya que me quedaban cuarenta minutos de camino al resort. Era mi primer contacto con las carreteras hawaianas. Desconocía su forma de conducir, las señales de tráfico, la estructura de los carriles, su mentalidad al volante… En fin. Me senté al volante y lo primero que sentí bajo mis pies era que no había embrague. Suspiré un par de veces e hice uso de mi memoria de elefante para aclararme con la R, la D y la L. Hecho. Salí de parking y entre cánticos cogí carretera hacia el sur. Me di cuenta de que con los años mi visión nocturna debía haber empeorado. Veía pero no interpretaba las cosas a tiempo. Era como si sólo pudiera ver lo que tenía delante sin ver hacia dónde me llevaba aquello. Las curvas las veía cuando las tenía delante, no las veía venir. Comprobé que las luces estaban encendidas, así que volví a suspirar mientras pensaba que me estaba haciendo mayor (más tarde me enteré de que en las carreteras hawaianas no había iluminación… bueno…).

El navegador me decía: “Your destination is on the right”. Miraba a la derecha y no encontraba ninguna entrada a ningún resort. Continué. El navegador comenzó a ponerse histérico, recordándome que “your destination is on the right”. Silencio. “Recalculating”. “In 0.2 miles turn in the right”. “In 0.6 miles turn in the right”. Le pegué un casquete y lo apagué. Di la vuelta, volví al lugar donde se indicaba mi destino y salí de la carretera. Aparqué el coche delante de unas cabañas con tablas de surf colgadas. Era una tienda de alquiler de tablas. Una mujer mayor me tocó el cristal; casi consiguió que me diera un infarto allí mismo. Me decía que tenía que cerrar el aparcamiento y que tenía que irme. “Well…” Le expliqué que estaba buscando la entrada al resort y con cierto alivio me dijo que tenía que girar a la derecha en el siguiente puente. Ese fue el momento en el que detecté que el navegador no estaba del todo actualizado y que en aquella aventura, el navegador y yo íbamos a compartir algunas conversaciones interesantes.

En la recepción lo segundo que me dijeron después de un “Aloha” de última hora, fue: “Your credit card please”. Estaba acostumbrada a que me pidieran mi identificación, pero mi tarjeta de crédito… por un instante me sentí como Paris Hilton. La miré atónita y le susurré que estaba todo pagado y que a ver si quería mi pasaporte. La chica me lo cogió todo. El pasaporte, la tarjeta de crédito, mi resguardo chusquero de la reserva por internet… dejé de sacar papeles y comencé a hacerle preguntas. Los cargos por el depósito, las tasas, los extras por la limpieza… lo típico en los Estados Unidos. Un sinfín de gastos adicionales al alojamiento. Mis papeles iban en aumento. La carpeta que llevaba con todos los resguardos de las reservas se estaba deformando y todavía me quedaban once días, tres islas más, tres hoteles más y dos coches de alquiler más. Tuve claro que cada día debía hacer seguimiento de mis cuentas y liquidar los papeles que habían cumplido su función con éxito.

Los dos días siguientes en la isla descubrí los paraísos del surf, el pueblo ballenero con las puestas de sol más increíbles que había visto, y la cadena de whaffles y helados artesanales que me concedían viajar en el tiempo, volver a ser una niña con la cara llena de chocolate, las manos pringosas y la ropa salpicada de gotones de helado chorreante que no podía controlar. Mi primer anochecer en Lahaina, sentada en el muelle de una atalaya, comiendo mi whaffle de chocolate negro con nueces de macadamia permanecerá en mi memoria hasta el fin de mis días. El señor oriental que estaba a dos metros de mí no daba crédito de lo que estaba viendo. Me miraba y se reía. En un momento me dio un poco de apuro porque su mujer comenzó a mirarme mal. A ver… yo estaba sola, sentada en la tranquilidad de mi alma poniéndome hasta arriba de helado. No estaba haciendo nada malo y menos molestando a nadie. El que tiene problemas que los solucione en su casa.

Mi primer día había contratado una excursión en helicóptero al cráter del Haleakala. Llegué al helipuerto. Me sobraba tiempo así que me acerqué a la recepción y le dije a la chica que aunque era pronto ya estaba allí, por si acaso podían adelantarme la excursión. Me explicó que había muchas nubes en el cráter y que no podríamos volar según lo planificado. Me ofreció una ruta alternativa que no acepté, le di las gracias, me tramitó la cancelación y me fui. Sentada en el coche con las gafas de sol puestas, mi primer pensamiento fue hacer el largo recorrido de los puentes y cataratas de Hanna. Escribí en el navegador “Hanna” y arranqué el coche. Nada más salir del portón del helipuerto vi la señal del volcán Haleakala. Pegué un volantazo y me vi decidida a subir más de tres mil metros en coche.

El navegador se puso histérico, le di un cachete y lo apagué. Si el helicóptero no puede llegar al cráter, yo sí. Me reí un rato yo sola en el coche. De pronto la cosa comenzó a ponerse fea. Me vi envuelta en una humareda de nubes que no me permitía ver absolutamente nada. La carretera iba subiendo mediante curvas pronunciadas a lo largo de la ladera del volcán. Para mi “tranquilidad”, no había ni un solo mecanismo de protección en las esquinas. Por supuesto no podía pararme porque corría el riesgo de que alguien que viniera por detrás chocara conmigo. Continué a paso de tortuga. Después de quince minutos con los dientes clavados en el volante, los algodones se desvanecieron como por arte de magia y un cielo azul salió a darme la bienvenida. Entre risas exclamé: “Nunca se sabe dónde encontraremos la luz”. Me sentí contentísima y seguí volcán arriba. Las protecciones seguían brillando por su ausencia. Las nubes estaban a mi izquierda, es decir, me rozaban la mejilla. Comencé a sentir un vértigo inexplicable. ¡Estaba conduciendo junto a las nubes! Las había atravesado y ahora estaba por encima de ellas, pero no iba en un avión, iba en coche. La sensación fue extraña, la tenía que disfrutar más a fondo. Vi que a un lado se abría un espacio para dejar el coche y aparqué. Cogí el móvil y salí a sacar unas cuantas fotos de aquel espectáculo sobre las nubes. Wow, wow, wow. Sólo puedo decir eso.

Arriba en el cráter encontré poquitos coches. Efectivamente el cráter estaba bastante cubierto de nubes, pero allí estaba yo, con el hocico puesto en la barandilla del volcán. Vi un cartel que decía “Sliding sands”. Seguí la dirección y fui a parar a un camino interminable de arenas de todos los colores. Un camino que serpenteaba la ladera del Haleakala y continuaba en la distancia, hasta perderse en el horizonte. Saqué unas fotos preciosas. El viento que soplaba no fue suficiente para ventilar las nubes del cráter, así que después de una horita volví al coche. Me sentía muy satisfecha de mi hazaña del día. Le di unas palmaditas al navegador, lo encendí y escribí el nombre del resort. Ya tenía mis crónicas fresquitas del primer día en Maui.

De camino al resort bordeé la costa del sur lo suficiente como para disfrutar de las interminables playas de carretera, auténticas para los surfistas profesionales. Las olas se formaban a lo lejos y llegaban hasta a la orilla sin romperse, lo que permitía que los surfistas pudieran cabalgarlas desde su origen hasta su fin sin la necesidad de que se les rompieran encima, mar adentro, sin pisar la orilla. Cuando las olas rompían finalmente en la orilla, los gotones de agua golpeaban los parabrisas de los coches que circulábamos por la carretera. Me pareció espectacular. Subí el volumen de la radio y comencé a cantar a pleno pulmón… “Shut Up and Dance!!!!”.

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