Los últimos recuerdos de mi "aitxitxe"

10.04.2013 09:56

Era un domingo por la noche del 7 de enero de 1990. Mis padres estaban como muchos de aquellos domingos con mis tíos, de comida y de cena por Bilbao, y aunque ya era bastante tarde, mis abuelos, mi hermana y yo sabíamos que debíamos acostarnos sin esperarles. Al día siguiente teníamos que ir al colegio, era la vuelta de las vacaciones de navidad.

Mi hermana y yo dormíamos en la misma habitación. No hacía demasiado había vuelto a cambiar la orientación de mi cama, que se situaba donde ahora mismo está la librería, junto a la ventana, mirando hacia la puerta.

Era más de medianoche cuando oímos gritar a mi abuelo. Le oía, pero no podía moverme. Trataba de quitarle importancia y fingir que no sucedía nada. Al fin y al cabo estaba muy acostumbrada a hacerlo. Vi cómo mi hermana se levantaba de la cama y salía de la habitación para ver qué estaba pasando; aun así, no pude salir de debajo de las mantas, y me concentré en la canción de “Los Rebeldes” que en ese momento sonaba en el radiocasete. Me encantaba esa canción.

Recuerdo que mi hermana y mi abuela intentaron localizar a mis padres en casa de mis tíos, pero mis primos estaban solos en casa; todavía no habían llegado. Lo siguiente que recuerdo es que mi abuelo gemía mientras insistía en que era una “angina de pecho”; mis padres habían vuelto y decidieron llevarlo a la clínica.

El fin de semana fuimos todos a visitarlo. En esa época estaba leyendo un libro de Hitler sobre un conejo rosa, que no lo entendía demasiado bien y estaba esperando el momento de ir a la clínica para mostrar el libro a mi abuelo para que él pudiera explicármelo. Todavía me acuerdo de “La ciudad de los vampiros”, otro libro que leí unos meses atrás y dada su extraña estructura, no fui capaz de entenderlo, hasta que mi abuelo lo leyó por mí y después me explicó cómo lo debía interpretar.

Apoyada en su cama, a su lado, hojeamos juntos el “El Correo Español”, diario que en mi casa se compraba cada día. Mi abuelo y yo íbamos directamente a la segunda hoja de atrás para resolver primeramente el jeroglífico, después hallar las 7 diferencias, y finalmente hacer el autodefinido. El jeroglífico de aquel sábado mostraba un perro y un celado de pintor. No recuerdo cuál era la pregunta, pero la respuesta era “cancelado”. Mi abuelo me susurró otra respuesta que yo sabía que no era la correcta; le mostré la mía, y una vez más me miró sonriente y lleno de orgullo, como cuando hacía apuestas con mis profesores sobre quién era más inteligente, mis profesores o yo. Le encantaba humillarles, y según él siempre ganábamos nosotros. Acababa diciéndoles que eran unos “pipiolos”, “ácratas” y “fariseos”. Era una expresión muy típica de mi abuelo cuando se sentía lleno de orgullo y arremetía intelectualmente contra alguien. Era habitual en él recurrir a ese tipo de humillación intelectual. Sinceramente, no sé si algún día conoceré a alguien más intelectual que mi abuelo. Era una mezcla entre Da Vinci y Sócrates. No dejaba títere con cabeza, pero realmente era imbatible en cualquier materia. Como él decía, “el pecado de cada uno está en su propia lengua”, y es que lo sabía de buena tinta.

Cuando mi madre se percató de que mi abuelo me susurró la respuesta del jeroglífico me preguntó si lo había acertado y le dije que sí. En ese momento me di cuenta de que mi abuelo no estaba bien, y que posiblemente nunca volvería a estar bien. Esa pequeña mentira la he arrastrado conmigo desde entonces. Hoy en día pienso por qué lo hice y la respuesta es clara: mi abuelo era digno de ser recordado en su máximo esplendor intelectual. Quise proteger su dignidad porque en aquel instante descubrí la importancia de ser digno.

Durante esos días seguía yendo a la escuela; curiosamente sólo recuerdo algunas preguntas que mi tutor me hacía por el pasillo sobre el estado de mi abuelo. Justo diez días después de su ingreso, el 18 de enero de 1990, jueves, fue trasladado a la UVI. El día anterior me recuerdo tumbada en el sofá, con fiebre y con dificultades para respirar. Mis padres entraban y salían de casa a cualquier hora; se pasaban casi todo el día en la clínica, y de vez en cuando mi madre se acercaba a contarme cómo estaba mi abuelo y a interesarse por mí. Oía cómo mis padres hablaban entre ellos sobre la “entubación” que no debían haberle hecho, ya que al introducirle un tubo en el costado para limpiar los pulmones, empeoró notablemente, y no era eso precisamente lo que el médico “Zaldunbide” había pronosticado. El apellido de aquel médico retumbó en mis oídos los siguientes 15 años…

Un día de los que todavía estaba enferma mi madre trajo a casa una pizarra de rotuladores que había comprado para que mi abuelo pudiera comunicarse por escrito. Antes de que se la llevaran le escribí un poema dándole aliento para superar ese gran obstáculo. Desearía haber conservado aquella pizarra con mi poema. Tenía la cabeza del pato Donald en la parte superior, pero mi madre se la cortó para que a mi abuelo no le resultara demasiado infantil; en definitiva, así sería menos humillante. Las palabras que recuerdo del poema son “cien metros” y “vallas”. La verdad es que desconozco cuál fue su destino final después de haber sido leído por mi abuelo. Al volver a casa, mi madre me dijo que le cayeron las lágrimas al leerlo, tal vez de la impotencia de no poder expresar lo que sentía entre tantos tubos conectados por tantos orificios de su cuerpo.

La víspera del cumpleaños de mi abuela, el 19 de enero, mi abuelo le pidió a mi madre que buscara dentro de un tomo de enciclopedia del armario del salón. Ahí había guardado dinero suficiente para que alguien en su lugar pudiera comprarle a mi abuela el chaquetón que sólo él sabía que deseaba. Recuerdo ese detalle como algo conmovedor, y al mismo tiempo tremendamente “instructivo”.

La relación entre mis abuelos era pésima; siempre estaban discutiendo. Nunca se dirigían la palabra en su vida cotidiana si no era para hacerse daño o para discutir. Obviamente tenían habitaciones separadas. Mi hermana y yo hacíamos de intermediarias cuando mi madre no estaba, pero era totalmente normal para nosotras. Siempre pensé que se querían demasiado como para hacer las paces; su amor mutuo hacía que cualquier gesto del otro fuera doloroso, y como nunca fueron educados en la inteligencia emocional, su pasión por el otro se convirtió en odio, rencor y drama.

Todavía pienso en los motivos por los que a mi abuelo le gustaba tanto beber vino tinto. Ahora sé que no tenía mucha tolerancia al alcohol porque bebía desde hacía muchos años; creo que cuando fue perito en Iberduero (actual Iberdrola), su posición lo empujó a convertirse en alcohólico social. Tras su jubilación continuó haciéndolo, sutilmente, pero con un par de copas se volvía fanfarrón y extremadamente dañino, especialmente con los que él consideraba “pipiolos” y con mi abuela. La sensación que guardo de aquellas vivencias es que sentía pánico a que mi hermana y yo nos quedáramos solas con mis abuelos. Mi labor consistía en entretener a mi abuelo lo suficiente como para que no bebiera demasiado, y si lo hacía, lo persuadía para que echara la siesta. Mientras tanto trataba de que mi abuela no estuviera cerca y no se enfadara con él por cualquier detalle insignificante que pudiera alterarla.

Recuerdo un atardecer de verano en el jardín de nuestra casa. Estábamos mi abuela, mi abuelo y yo sentados en una pequeña muralla de piedra que actualmente no existe, pero que en sus días la utilizábamos para sentarnos y cumplía también una función decorativa en el exterior de la casa. Yo estaba sentada entre los dos; percibía claramente su tensión, su amor, el cariño que ambos desprendían a su alrededor. Aun así seguía haciendo de intermediaria sobre temas banales como lo bien que se estaba en aquella tarde tan cálida, viendo la puesta del sol, y mirando al mar. Por un momento pensé que el puente que unía artificialmente a ambos estaba a punto de derrumbarse y que por fin sería testigo de una comunicación directa entre ellos, sobre algo bonito, tranquilo, amoroso. No fue así. No obstante, pude experimentar el gran amor que se tenían, y me atrevería a decir que aquella experiencia marcó en parte la mujer que actualmente soy, fiel al amor incondicional contra viento y marea, en lo bueno y en lo malo.

Mi madre cumplió el deseo de mi abuelo de comprarle un chaquetón a mi abuela para su cumpleaños. No recuerdo que mi abuela se emocionara especialmente, al menos delante de nosotros, pero sé que mi abuelo había entrado en una especie de inconsciencia el día anterior y no se despertó hasta unos días más tarde. Pensó que no había pasado el tiempo y que todavía estaría a tiempo de darle su regalo. Mi madre habló con él y le explicó lo que necesitaba saber.

Después de aquello mi abuelo entró en coma y murió el 28 de enero de 1990. Ahora mismo miro hacia atrás y me duele pensar que ni siquiera la mismísima muerte fue lo suficientemente grave como para que dos personas, con tanta pasión el uno por el otro, pudieran rendirse al amor. Desconozco el sufrimiento de mi abuela; nunca hablábamos de ello, pero sé que a pesar de todo, siempre estuvo enamorada de él.
 

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