Lo tenía clarísimo. Había llegado el momento de probarlo. Siempre me había hecho gracia pero nunca había sentido la necesidad de ponérmelo, ni siquiera me hacía ilusión. El sábado pasado sin embargo, sentada en el sofá de mi casa, me vino la gran idea en forma de relámpago de luz atravesando mi cabeza.
Sin más miramientos, el lunes le pregunté a una compañera de trabajo si conocía un lugar de confianza donde ponerme “la piedrecita”. Nunca me gustó llamarlo “piercing”. Cuando veía un arito colgando de la aleta de la nariz de alguien me venía la palabra “piercing” a la mente, pero cuando veía un brillantito o una piedrecita sutilmente incrustada en la naricita de alguien, me parecía de lo más sexy. Demasiado sexy para llamarlo “piercing”.
El martes por la tarde fui decidida al local más popular de toda Barcelona. Me atendió una chica llena de aritos y tatuajes, muy simpática. Le expliqué que quería ponerme una piedrecita en la nariz. Después de rellenar mis datos y firmar el formulario, me señaló la cola para que esperara mi turno. La mayoría de las personas que esperaban eran extranjeras. Me imaginé que se habían animado excitados de las fantásticas vacaciones que estaban teniendo en Barcelona. Cuando un lugar te conquista, tu cabeza se vuelve loca, al igual que cuando te enamoras, así que entendí que en esas circunstancias cualquiera era capaz de tomar una decisión así.
A mí hace unos cuantos años que Barcelona me conquistó, tal vez por eso de vez en cuando sigo haciendo locuras. ¡Y que duren!
Mientras me entretenía con mis reflexiones en la cola de los piercings, se me ocurrió echarle una ojeada a la hojita que me habían dado como resguardo. Leí dos frases que me pusieron los pelos de punta: “Tienes que ser consciente de que estás cometiendo una agresión a tu organismo”, y “si algún día decides quitar el piercing de forma definitiva, debes saber que te quedará una cicatriz”. Con esta última frase comenzó a correrme una araña por los pies y me subió hasta la garganta. Justo en ese mismo instante en el que me había planteado “echar por patas”, se me acercó la chica de los anillos llamándome por mi nombre.
Entré en la sala, me senté sobre la camilla y empecé con el interrogatorio. La chica iba a lo suyo. Preparaba el material al mismo tiempo que yo le hablaba a sus espaldas. “¿Cuál es el plazo de riesgo de infección?” “Estamos en verano… (como si ella no lo supiera), el sol, la playa, la arena, las vacaciones… ¿crees que es buen momento?”, y la mejor de todas, “Si algún día me lo quiero quitar, ¿me dejará cicatriz?” Silencio sepulcral. A esta respuesta le tenía mucho miedo. Terror. Ella, toda fina me dijo: “Nooooo. Mira, yo tuve aquí un piercing durante unos años”. Me acerqué para examinar los rastros de aquel pasado y descubrí que tenía un hoyito bastante notable, a lo que le respondí… “Bueno… no está nada mal ¿eh?”. Me lanzó una mirada de callejón sin salida y optó por suavizar la situación diciéndome que ella levó un aro (no una piedrecita inocente) durante muchos años.
Antes de recostarme en la camilla buscamos el punto preciso para pegar el disparo. Llegamos a un acuerdo razonable, me marcó un puntito con un rotulador y en menos de cinco segundos una aguja ya me había atravesado mi naricita. Cuando me miré en el espejo me pareció que en lugar de la piedrecita que había elegido unos minutos antes, tenía una roca sobre mi nariz. No me quedó otra que tranquilizarme, diciéndome para mis adentros que todo era cuestión de acostumbrarse.
De camino a casa me fui mirando en los cristales, en la pantalla del móvil, en los espejos de algunas tiendas… aprovechaba cualquier mísero reflejo de mí misma para autoconvencerme, hasta que llegué al baño de mi casa y respiré hondo antes de asomarme a mi espejo de la verdad. Abrí los ojos y no me disgustó lo que vi. Di unos giros de cara, hice unas muecas, me saqué algunas fotos de los dos perfiles y al final de todas las pruebas de casting decidí que me gustaba. A pesar de todo, todavía guardaba la sensación de que aquello no me iba a acompañar durante un largo tiempo en mi vida, pero al menos estaba viviendo una nueva experiencia. La experiencia del miedo, del arrepentimiento, de la equivocación irreversible. Me consolé pensando que el tiempo pondría las cosas en su lugar.
Al día siguiente tuve que explicarle a mi jefe cómo se me ocurrió aquello de ponerme un piercing de un día a otro. En su mundo racional la respuesta que más le convenció fue que en pocos días me iba a Hawaii de vacaciones. Enseguida pensó que ponerme una piedrecita en la nariz era parte del equipaje de una aventurera que a menos de una semana estaría surfeando la “big wave”. En septiembre estaría de nuevo entre números, riesgos y controles, así que no había nada malo en disfrutar de aquellos maravillosos sueños en mi tiempo libre.
Llegó la noche. Seguía a rajatabla las indicaciones sobre las curas que me habían dado en la tienda. Hice lo que tenía que hacer y me acosté. A la mañana siguiente me desperté y cuando me asomé a mi espejo de la verdad, los ojos se me abrieron como platos. ¡No estaba la piedrecita! Desmonté la cama, barrí el suelo, llegué tarde al trabajo… pero la piedrecita no aparecía. El tornillo sin embargo seguía dentro de la nariz.
En este tipo de circunstancias suelo comenzar a darme ánimos en voz alta, a pedirme que esté tranquila, que no pasa nada, que al mediodía me acercaría a la tienda para que me arreglaran lo que hiciera falta. A lo largo de la mañana no acababa de quedarme tranquila, así que sin pensármelo dos veces cogí mi bolso y salí del trabajo.
Llegué a la tienda. Me atendió una chica muy joven que al no entender lo que le decía avisó a un señor mayor lleno de tatuajes y piercings. Resulta que era el dueño de la tienda y estaba ahí por casualidades de la vida. Cuando me vio me pidió que me echara en la camilla. Según iba pensando lo iba diciendo en voz alta, lo que hizo que acabara de los nervios. ¡Con la hinchazón de la piel y al ser la piedra tan pequeña, se me había colado por el agujero! No me lo podía creer. Entre el señor y la chica consiguieron extraer la bolita y el tornillo después de unos diez minutos de sangría y mucho dolor. Al verme tan afectada, el señor me prometió con total sinceridad que no me quedaría ninguna marca, y que en pocos días mi nariz estaría como nueva.
Insistió en volver a ponérmelo pero con un tornillo más largo y una bolita más grande. Rotundamente y con lágrimas en los ojos le dije que no. Creo que lloré no sólo por el piercing, sino por algunas otras emociones que se me habían acumulado las últimas semanas. Salí de allí, cogí la moto y volví al trabajo. Mi nariz se había recuperado rápidamente. Las horas siguientes traté de aclarar mis emociones. Quise entender qué es lo que me había sucedido.
Finalmente lo comprendí. Llevaba unas semanas con un sentimiento negativo en relación a una situación personal que no acababa de cerrarse. La impotencia de querer olvidar algo y no ser capaz, me había llevado a este acto de rebeldía conmigo misma. En el fondo de mi ser sabía que no quería hacerlo, no quería ponerme ningún piercing. Era como si aquello no me correspondiese, como si no fuera parte de mí. Aun así lo hice y me hice mucho daño. Pero he aprendido algo muy importante. Cuando tomamos una decisión que realmente no nos pertenece y que no debe ser tomada, la vida nos brinda una segunda oportunidad para enmendar el error.
Sólo si hemos aprendido la lección seremos capaces de subsanar el error, sino, seguiremos adelante por un camino que no es el nuestro y seguiremos tropezándonos sin cesar, mientras echamos la culpa a la mala suerte.
—————