La noche mágica de San Juan

24.06.2015 13:49

Sentía una mezcla de ilusión y temor. Pensaba que era la noche perfecta para sacar afuera mi lado brujo. Podría ponerme un vestido veraniego y bailar en la oscuridad a la luz de las hogueras. Sentía un fuerte impulso por hacerlo. Creo que me veía capaz de perder la noción del espacio y del tiempo al son de la música, bajo la luz de la luna y alrededor de un fuego poderoso.

Por otro lado una vocecilla traicionera me decía que me olvidara de tanta historia, que cenara mi comida preferida mientras hiciera un poco de zapping, y que como mucho me planteara meditar un rato, tocar el piano o la guitarra bajo la luz de las velas. Por supuesto era un plan goloso para mis sentidos, aunque esta vez me decanté por desatar mis instintos salvajes.

A las 20:30 horas cogí mi coche y me dirigí montaña arriba, al Tibidabo. Pasé por el pueblo de Vallvidrera, vi cómo preparaban la hoguera en la plaza del pueblo. El paisaje que se asomaba tras la plaza llamó mi atención. Se veía toda la ciudad de Barcelona. Pensé que era el lugar idóneo para la celebración. ¡Qué astutos eran los habitantes de Vallvidrera!

En el camino pasé un mirador. Por una milésima de segundo estuve tentada de frenar en seco y parar. Mis manos no soltaron el volante, mis pies no pisaron a fondo el freno, así que decidí que tal vez a la bajada podría echar un vistazo a ver qué panorámica nos aguardaba en aquel rincón. Llegué a los pies del Cristo.

Sólo había un coche aparcado, varios deportistas y un grupo de artistas orientales filmando en las escalinatas del monasterio. Salí del coche mientras inspeccionaba rápidamente los alrededores. No sabía hacia qué lado caminar. Por lo menos había diez grados menos de temperatura que en la ciudad. Yo con mi garganta a medio recuperar… ligerita de ropa… y se estaba haciendo de noche. Caminé unos metros hacia las espaldas del Cristo y volví de nuevo al coche, ya que las vistas de la ciudad estaban en la otra dirección. Aparqué un par de curvas más abajo y subí caminando al mirador del monasterio. Me encontré apoyada en una barandilla de hierro forrada de candados. Candados de enamorados. Saqué unas fotos preciosas cogiendo como primer plano algunos candados y de fondo la ciudad azulada. Allí estaba la montaña de Montjuic, justo al otro lado de la ciudad. Estaba anocheciendo. En breve comenzarían las hogueras y los fuegos artificiales en los diferentes barrios de la ciudad. Mi objetivo era verlo todo al mismo tiempo, disfrutando del momento y de la felicidad que otorga una visión con perspectiva.

A mi derecha había dos jóvenes rusos, o al menos de alguna región de la antigua Unión Soviética. La fonética de su idioma era inconfundible. Tenían un trípode, una cámara y varios focos en una mochila. Después de un cuarto de hora admirando la actividad de la gran urbe, echaron a correr a la plaza del monasterio, a los pies del Cristo. El autobús 111 partía hacia la ciudad, y por la urgencia que mostraban diría que era el último del día. Yo hice lo mismo pero hacia mi coche.

Conduje hacia Vallvidrera siguiendo la estela del 111. Pude observar gracias al perfil de una curva que los dos chicos estaban sentados en la parte de atrás. El autobús paró en la plaza de Vallvidrera, exactamente donde casi una hora antes vi los preparativos de la hoguera. Pensé que algunos turistas se lo montaban realmente bien. Tienen el don de estar en los lugares más oportunos en los momentos más oportunos. Me alegré mucho por ellos. Proseguí mi camino hasta el mirador de la carretera de Sarrià-Vallvidrera. Ahora sí que mi pie pisó el freno, mi mano cambió de marcha y di el intermitente apresuradamente para hacerme un huequecito entre los coches de los visitantes.

Apenas diez minutos después estaba de nuevo al volante, con la intención de conducir alrededor de la ciudad formando un anillo perfecto, y saliendo de aquel cinturón para subirme a la montaña opuesta del Tibidabo: Montjuic.

Mientras conducía se hizo totalmente de noche. Disfruté mientras avanzaba a lo largo de la ciudad, recordando los momentos que cada una de aquellas salidas a la ciudad me traía. En el transcurso de algo más de media hora pasé por todos los puntos posibles de la ciudad. La sensación fue inexplicable. Cada zona me provocaba un sentimiento, algunas imágenes e incluso algún color. Pensé la primera vez que mi ex me dio las indicaciones para llegar a su nuevo piso; el lugar donde mi compañero estaría a punto de cenar con su familia; los paseos que dábamos por el paseo marítimo aquellos domingos antes de volverme al aeropuerto; aquella vez que volvimos del centro comercial con el coche a rebosar de muebles… tanto que ¡no cabíamos ni el conductor ni el copiloto! Íbamos pegados a la luna y riéndonos sin parar imaginándonos historias de controles policiales.

Llegué a la altura de Montjuic, así que abandoné la ronda litoral. Subí montaña arriba, curva tras curva. Ahí estaba a la derecha de la rotonda el hotel Miramar. Me encanta ese lugar. Efectivamente era lo que esperaba. Las vistas eran preciosas. Se podían observar los festejos de cada barrio, los fuegos de colores en un lado y en otro, cada uno a su aire y ritmo. Y unos pocos de nosotros observándolo todo desde la distancia, con la satisfacción de un artista que observa su obra terminada. Me sentí muy feliz. Eran las 22:15 horas. Di un paseo por los jardines, fotografié todos los tipos de flores que había: rosas rojas, rosas, amarillas… y las trompetas del juicio. ¡Qué preciosidad! Flores amarillas colgando como campanas desde los árboles y con un olor increíble. La luz de las farolas me permitió sacarles fotos con un matiz especial. Se convirtieron en las flores de la Noche de San Juan por excelencia.

En un lateral del jardín había diferentes árboles con una etiqueta en la que ponía su nombre científico y su nombre común. De pronto apareció delante de mí el ¡Aguacate!. Me acerqué y posé mis manos sobre su tronco mientras le hacía Reiki. Le pedí amor, salud, paz, mucha fuerza y juventud. La eterna juventud. Todos mis signos quedaron plasmados en su tronco. Le di las gracias y me alejé. Al otro lado del jardín vi un grupo de árboles que delimitaban la longitud del jardín. Eran árboles muy antiguos de raíces gruesas que sobresalían de la tierra. Enseguida supe que tenía que sentarme en su regazo, sobre sus raíces. Allí me senté. Eran las 23:15 horas. Permanecí sentada en el regazo del árbol durante unos veinte minutos, disfrutando de su buena acogida y protección.

De pronto alguien me envió un mensaje. Era mi compañera de Reiki. En aquel preciso instante se encontraba en Machu Picchu y según lo prometido, me enviaba una foto espectacular de aquel paraje en vivo y en directo. Fue como viajar a través de las enormes raíces de mi amigo árbol hasta allí, a Machu Picchu. Toda la naturaleza estaba conectada. Mi árbol estaba profundamente enraizado en la madre naturaleza, así que en aquel momento mágico me transportó a la otra punta del mundo, a una de las maravillas naturales.

Mi noche no estaba siendo salvaje. No me estaba comportando como una bruja tradicional. Me estaba sintiendo como una bruja moderna, una bruja “New Age” (me río). A las 23:35 horas regresé al coche y bajé a la ciudad, acabando de completar la parte del anillo que me quedaba para volver al punto de partida. En mi barrio la hoguera seguía en pleno apogeo. Dejé el coche en el parking y me acerqué a la fogata. Permanecí mirando el fuego hasta las 24:00 horas. En mi mente sólo repetía una frase: “sutxu sutxu, eruen eruen bizune eta ekarri ekarri bizune”. La traducción al español es: “fueguecito fueguecito, llévate todo lo que debas llevarte y trae todo lo que debas traer”.

A las 0:05 estaba en mi casa, lista para quemar lo malo con el fuego de las velas e ilusionada de invocar mis deseos a la noche mágica.

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