Mi idea era conducir hacia el oeste, recorriendo así la costa que me llevaba al Gran Cañón de Waimea. El día anterior había hecho el mismo recorrido pero sin llegar al cañón, así que lo tenía relativamente chupado. Decían que el cañón de Waimea era espectacular, que había multitud de caminos señalizados para hacer senderismo mientras observabas el paisaje. Mi intención era descubrir el sendero de once millas que llevaba a una playa paradisíaca, según las guías, inaccesible por carretera.
Eran las siete de la mañana cuando acababa de decidir mi itinerario del día. Miraba el mapa de la isla. Trataba de buscar la carretera que me llevaría cañón a través a la costa noroeste de Kauai, la inaccesible costa Napali. No veía ninguna carretera en el mapa, así que dando el desayuno por concluido plegué el mapa convencida de que tan pronto como estuviera en el cañón vería las indicaciones pertinentes. Durante el desayuno no debemos estresarnos.
Conduje hasta Waimea y de allí cogí la carretera que subía al cañón. Esperaba parar en tres puntos escénicos recomendados donde el paisaje era de postal. Efectivamente lo era. Valles y montañas por debajo de mis pies, de innumerables tonos verdes y rojizos. Me di cuenta de que si me quedaba contemplando aquella estampa durante más de diez segundos, mi noción de la realidad se distorsionaba, las imágenes se volvían surrealistas hasta el punto de hacerme perder el equilibrio físico. Podríamos llamarlo algo así como un vértigo a la realidad surrealista.
Llegó el momento de darme el bañito del día. Entré en el coche, encendí el navegador y escribí: “Ke’e beach”. De pronto los ojos se me abrieron como platos: "2h15min”. La ruta marcada consistía en dar la vuelta a la isla de nuevo por la costa este y después hacia el norte. No podía ser. Me encontraba en la costa oeste, en lo alto del cañón precisamente contemplando la costa del norte a la que quería llegar. Calculaba que debía haber unos veinte minutos en coche, no más. Lo intenté de nuevo cambiando de destino. La bahía de Hanalei estaba también en la costa norte, una media hora antes de llegar a la playa Ke’e. Escribí: “Hanalei bay”. El navegador me indicó claramente: “1h55min”. No había escapatoria. Entonces entendí que en la isla de Kauai la carretera se acababa de verdad y que la costa Napali era en su mayoría inaccesible por carretera. Sólo podía ser plenamente disfrutada por aire o por mar. El concepto de “hemos llegado al final del camino” me dejó confundida y pensativa.
Calculaba que para la hora de comer estaría en la bahía de Hanalei. Llegué y me encantó. El cielo estaba algo nublado y chispeaba a ratos, aunque esto no suponía ningún problema con el calor que hacía. Llevaba una mochila muy ligera conmigo, así que la cubrí con la toalla y me fui al agua. Bañarse en aquellas aguas era como haber ganado un premio. Me acordé del comentario que hizo mi jefe justo antes de irnos de vacaciones: “Erin es la superviviente de este año y como premio se va a Hawaii”. Me vi flotando rodeada de naturaleza bruta y arenas blancas; aguas transparentes e inmensamente relajantes. Después de algo más de media hora en estado hipnótico moviendo ligeramente mis extremidades en un mar de calma, salí a la arena, esperé a secarme mientras escuchaba música y me apresuré a recoger las cosas como los nómadas.
Era la hora de comer. De camino a la bahía había visto una zona de restaurantes de playa y tiendas al estilo “cabañas de madera”, que me llamó la atención. Aparqué y me dirigí a un restaurante genuinamente hawaiano. Me senté en la terraza de madera. Había “nachos con guacamole, queso, frijoles y tomate fresco”. Lo tenía claro. La camarera me dijo que era su plato preferido, aunque la ración era generosa. Al ver mi cara de escéptica me animó diciéndome que era la “happy hour” y que lo probara. Definitivamente fue el plato de nachos con guacamole, queso, frijoles y tomate fresco más sabroso que había tomado jamás de los jamases. La ración de dos acabó en mi estómago bajo la atenta mirada de la camarera. “Sí señora. Si soy flaca no es porque no coma sino porque se me consume en el organismo”.
La bahía de Hanalei… allí encontré a un chico con el que compartí una conversación y unos momentos muy agradables… ¡Al final de la tarde me faltaba por visitar la playa Ke’e! Por supuesto que debía ver aquel paraíso… Allí estaba yo al cabo de veinte minutos. Una playa kilométrica de arena blanca y aguas turquesas. Había unas pocas pisadas en la orilla, el resto era historia. Caminé incrédula de lo que estaban viendo mis ojos. Al llegar más o menos a la mitad de la playa dejé mi mochila en la arena y me deslicé bajo aquella superficie perfecta. Me giré para mirar hacia la orilla. Aquel momento aflojó un tornillo en mi cerebro. Frente a mí se alzaba parte de la increíble costa Napali. No había edificios, no había resorts, no había seres humanos. Sólo había naturaleza salvaje. Naturaleza salvaje a la distancia exacta a la que estamos acostumbrados a ver un paseo de playa. Creo que perdí la noción del tiempo sumergida en el paraíso. Pensaba en mi buena suerte, en mi gran día. Recordaba mi última conversación con un ser humano. Recordaba mis nachos. Al fin había alcanzado aquella preciosa e inaccesible costa.
—————