La gran cita

12.07.2013 12:34

La gente corre de un lado a otro, los coches cruzan los semáforos en ámbar y los peatones se tiran a la calzada sorteando los imprevistos que puedan surgir en el caos de la ciudad. Los perros que salen de paseo observan atónitos los movimientos de los seres que les rodean, mientras agudizan las orejas, elevan su mirada y vuelven a su sendero de calma al comprobar que la vida sigue igual.

Bajo las escaleras del edificio, dedico una sonrisa a María y salgo del portal. A tan sólo 2 metros paso por delante del dueño del taller de al lado, está de pie en la acera, cuidando su negocio, contemplando el paso de la mañana. Como si se tratara de un “dejà vu”, me coloco los auriculares bajo su atenta mirada. Mi pequeña rutina.

Me aseguro de la hora que es, calculo rápidamente mi hora prevista de llegada al trabajo, y adecuo mi marcha. Escojo la canción que necesito escuchar para comenzar el día, que nunca sé si será breve, largo, pesado o placentero. Prefiero no pensar en ello, mientras camino sintiendo la música por todo mi cuerpo. Es una auténtica caricia para mi mente. La sonrisa matutina está garantizada.

Me remango la chaqueta, me gusta que mis brazos delgados se entrevean, y camino con firmeza, soñando la letra de mi canción. Observo a mi alrededor, los niños, los padres, los animales, los coches, las motos… mi árbol favorito sigue ahí, en la salida del colegio, una reminiscencia del pasado en medio de la ciudad. Cuántas experiencias vividas, cuántos recreos compartidos, cuántos niños acogidos sobre sus enormes tentáculos que invaden el pavimento… Lo siento sonriente, exactamente donde debe estar, en su lugar. Espero que jamás se lo lleven.

El ruido de las motos llama mi atención. A veces me resulta tan familiar que no puedo evitar leer la matrícula, y observar la silueta de quien la conduce. Esta vez tampoco coincide. ¿Por qué iba a estar por aquí…? No hay nada que le haga volver. Sigo caminando y ha llegado el momento de escoger mi segunda canción o dejar que el azar haga su trabajo. La vuelvo a escoger y me adentro en mis sueños, pensando en lo que haré por la tarde, si será una tarde especial, diferente, o si tan sólo será un día más, digno de ser vivido plenamente.

En ese mismo instante soy consciente del ir y venir de las personas, por las calles donde transcurre mi vida, y en un sentido figurado, por los momentos donde deambulan mis emociones. Todos corren ansiosos por llegar a su gran cita. Se despiertan inquietos, mirando el reloj; se visten apresuradamente, dejando el desayuno a medias; ni siquiera se despiden debidamente de los suyos. Cogen el coche, la moto, caminan forzando el paso natural de sus piernas, y aun así, no acaban de llegar a su destino.

El momento del café en el trabajo es efímero, con cierta sensación de culpabilidad. El trabajo se hace interminable, y estamos ansiosos por acabar la jornada. Llegamos tarde. Siempre llegamos tarde. Al final del día, nuestro hogar nos espera, sin embargo no nos relajamos en ella. La locura continúa. Cocinamos a un ritmo frenético, repasamos los canales de la televisión un par de veces mientras engullimos lo que alguien ha debido colocar en nuestro plato de forma inconsciente. Suspiramos y pensamos en todo lo que hemos dejado de hacer y lo que nos queda por delante… Y continuamos exhaustos en el sofá, esperando sin compasión que llegue la medianoche para cumplir con nuestro siguiente objetivo: acostarnos. Y mi pregunta es: ¿Y cuál es la gran cita?

—————

Volver