¿Cuántas veces nos han aconsejado “aceptar la situación” mientras pensábamos a regañadientes: “¡y cómo se hace eso!”? La primera vez que me dijeron que tenía que aceptar la situación me entraron ganas de morirme de risa. Lo máximo a lo que llegó mi entendimiento acerca de dicha recomendación fue comprenderla como una especie de resignación. Para colmo de los colmos, la misma persona que me habló de la aceptación me insistió en que la aceptación nada tenía que ver con la resignación. Ahí me quedé, confundida, con la lección sin aprender.
Como todo en la vida, las lecciones se aprenden fuera del aula, así que la aprendí cuando me tocó vivirla a gran escala. La primera situación fue puramente sentimental. No había nada que yo pudiera hacer para que se cumpliera mi deseo, ya que nadie podemos luchar contra los sentimientos y menos aún podemos exigir que existan cuando en realidad brillan por su ausencia. La lección la aprendí cuando de alguna manera obtuve lo que deseaba pero vacío de sentimientos. Al darme cuenta de que en realidad no tenía lo que deseaba comencé a entender lo que significaba la aceptación.
La aceptación es la actitud positiva que adoptamos ante una situación adversa cuya solución no se encuentra en nuestras manos. Para ello es absolutamente imprescindible que seamos realistas antes las opciones que tenemos. No podemos imaginar escenarios inexistentes. La complejidad y confusión mental está en que tal vez dichos escenarios fueron parte de nuestras opciones reales en el pasado; sin embargo, algunas circunstancias irreversibles han provocado que en el momento presente no sean elecciones posibles. Han dejado de existir. No hay nada que nosotros podamos hacer para que volvamos a acceder a ellas.
Si nos aferramos erróneamente a lo que pudo ser o a lo que pudimos hacer de otra manera para que el presente no sea el que es, sufriremos innecesariamente. Sabemos de sobra que no tenemos la capacidad de darle al botón de “deshacer” en la vida real. A veces pienso que hemos llegado a educar nuestra mente con una estructura lógica tan “tecnológica” que nos cuesta aceptar que el botón de “deshacer” no existe. Nuestro día a día no se escribe con un teclado.
Estos días estoy teniendo una pequeña lucha con la compañía aseguradora de mis padres. Aparentemente la cobertura de la hospitalización de mi padre ha llegado a su fin y no se encuentra en condiciones de abandonar la cama, ni mucho menos de sentarse en una silla de ruedas. El cáncer ha llegado a tal extremo que lo único que le hace soportar el dolor es la sedación. La sedación permanentemente controlada, siempre que no mueva sus extremidades ni tan sólo un centímetro. Cualquier traslado físico queda expresamente descartado por el equipo médico que lo atiende, tanto por la fragilidad de sus huesos afectados como por la dificultad de controlar el dolor por parte de los médicos.
Este hecho fue debidamente comunicado a la compañía aseguradora quienes insistían en que debía ser trasladado a otro centro concertado donde obviamente no se nos iban a prestar los mismos servicios. A pesar de la negativa por parte de la familia junto con un informe médico completo, decidieron dar por finalizada la asistencia. Lo primero que hice fue alejar a mi madre de esta responsabilidad. Con la póliza en la mano, dejé claro ante mi familia que aquella batalla económica estaba perdida y que debíamos aceptar la situación. Debíamos buscar alternativas y seguir adelante preocupándonos tan sólo de lo que realmente importaba.
En momentos tan duros es primordial no quedarse con el sentimiento de injusticia. Sólo sirve para acelerar el desgaste emocional como si estuviéramos pegando cabezazos contra la pared. Para sentirnos emocionalmente centrados debemos quedarnos tranquilos y sentir que no estamos siendo víctimas de una injusticia. Eso es lo que deseo ahora mismo para mi familia a pesar de que yo misma sé que hay motivos por los que indignarse.
La paciencia es un arma poderosa. Por mi parte, cada día intercambio un correo con la compañía aseguradora. Cada día expongo la situación con guantes blancos sin entrar en el plano emocional pero transmitiendo a carne viva lo que está sucediendo al otro lado. Cada vez recibo una respuesta amable, cerrándome la puerta en las narices, con cierta delicadeza y con piel de oso. Cada vez sigo respondiendo, amablemente, volviendo a abrir la puerta, y añadiendo un granito más de crudeza y otro de legalidad. Aunque parezca irónico, considero que soy yo la que se encuentra en la posición más fuerte. No tengo nada que perder pero tengo mucho que ganar. Tenemos todo el tiempo del mundo para reclamar, para insistir, para abrir puertas, para escuchar, para replicar y para llorar. Y sobre todo, tenemos la fortaleza que nos da la aceptación.
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