Ayer llegué a casa exhausta. Era un día de esos en los que nada parece ir sobre ruedas, y aunque las circunstancias siempre pueden volverse increíblemente peores, el universo no estaba conmigo.
Un cúmulo de despropósitos insignificantes iba minando mi tranquilidad, hasta que decidí que lo mejor que podía hacer era irme a casa, sentarme en mi rincón bajo la ventana, a la luz de las velas, mientras saboreaba el aroma del incienso.
Permanecí con los ojos cerrados hasta que las velas se consumieron y el leve humo aromático se acababa de disolver en el ambiente. Traté de concentrarme en mi cuerpo, en mis sensaciones físicas, mi respiración inusitadamente profunda. Me sentí rendida, sin saber muy bien qué es lo que estaba haciendo allí, en el sentido más amplio de la palabra. Pero estaba allí, así que debía hurgar en mi interior para buscar luz, motivación y sentido.
De repente me vi en la terraza de mi pequeño ático de hace 3 años. Me acababa de levantar de la cama. Iba a ser un día soleado y los rayos del sol se disponían a filtrarse por la fina tela que usaba como cortina. Era una pequeña ventana blanca con barrotes en el exterior. Al otro lado Lur salía de su casita, como hacía habitualmente, casi por arte de magia justo en el mismo momento que yo me despertaba.
Le saludé a través del cristal. Él sabía que en menos de 10 minutos estaría junto a él, dándole de desayunar sus 4 galletas con leche que devoraba al igual que yo mi Cola Cao con leche fría y las mismas 4 galletas. El momento del desayuno era especial para los dos, lo compartíamos con la misma ilusión y energía.
Mientras mantenía su hocico en el comedero, meneaba su trasero de forma inquieta, girándose repetidas veces para observarme, no fuera a ser que me marchara de paseo sin él. En 40 segundos no quedaba rastro ni de las galletas ni de la leche, y se abalanzaba con prisa a por alguna de sus pelotas de juego… o a por el muñeco Pluto, que a veces era el elegido. Sin darme opción a cogerle se apresuraba hacia la puerta de salida.
Ayer dejó que lo sorprendiera antes de echar a correr. Lo abracé y le di besitos junto a su ojo derecho. Sentía el tacto de su pelo y la dureza del hueso que rodeaba su sien. Percibí su olor una vez más, una mezcla entre olor a cachorro (aunque ya no lo era), piel mojada y esencia de vainilla difuminada. Lo agarré por debajo de sus patas delanteras y comencé a girar con él en el aire.
Permanecía inmóvil con la cabeza echada hacia atrás. Siempre pensé que algún día se marearía, pero nunca fue así. Me encantaba mirarle desde ese ángulo: veía su cabecita por detrás, con pliegues bicolores en la nuca, las orejas recogidas y sus patas traseras junto con el resto del cuerpo, a medio metro por delante, volando por el aire. Cuando lo dejaba en el suelo salía disparado como un rayo.
Retuve en mi mente la imagen mientras dábamos vueltas y vueltas. Me concentré para que aquella fuera la sesión más larga de volteretas en nuestra historia. Sentí que estaba sonriendo y de pronto comencé a llorar. Las lágrimas no dejaban de brotar y no me molesté ni tan siquiera en secarlas. Dejé que se deslizaran a lo largo de mis mejillas hasta llegar a la barbilla y caer al cojín.
Lo echaba de menos. En los días como los de ayer Lur ponía el universo del revés sólo para mí, y los pequeños detalles cobraban vida. En los días como los de ayer, Lur me recordaba el valor del presente y el poder de una sonrisa.
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