Supongo que necesitaba dejar pasar un par de semanas para escribir sobre esto. El pasado 22 de Marzo falleció mi padre. Este mes de Abril iba a cumplir 72 años. Los dos somos del mismo mes, con sólo cuatro días de diferencia. En general no creo en los horóscopos ni en la astrología. Pienso que si hay algo de cierto en todo ello se acaba desvaneciendo con tanta historia de ciencia ficción a su alrededor.
La verdad es que mi padre y yo nos parecemos mucho, tanto físicamente como en esencia. Digo en esencia porque nunca compartí su forma de expresarse y de tratar a sus seres queridos. Fue la barrera que nos separó y de lo que no me arrepiento, porque lo que está mal está mal en la vida y en la muerte. A pesar de ello mantuvimos una buena relación y supimos entendernos sin palabras. Él me respetaba, no me trataba como al resto. Y sobretodo, sé que era su preferida. Ese vínculo emocional que me hace especial para alguien, persiste por encima de todo, con lo bueno y lo malo, más allá de la vida y la muerte.
El día anterior a su fallecimiento estaba trabajando en la oficina. Mi hermana se encontraba con mis padres y yo tenía un billete de avión para tres días después, haciendo relevo de mi hermana. Todos sabíamos que era cuestión de semanas, pero en ningún momento supusimos que iban a ser dos días. Llevaba sesenta días ingresado en una clínica de Las Palmas de Gran Canaria. Mi hermana y yo viajábamos los fines de semana alternándonos para que mi madre estuviera más acompañada y para que mi padre tuviera más momentos de ilusión.
Los días anteriores a su muerte había dejado de comer y de tomar su medicación. El mismo día que se fue le dijo a la doctora que sabía que "no les quedaba nada más para él". Así era. Los médicos no pudieron controlar su enfermedad por tratarse de un tipo de cáncer muy agresivo que avanzaba sin compasión entre prueba y prueba, dejando desconcertado al equipo médico. El lunes por la tarde supe que tenía que ir a estar con él.
Eran malas fechas, vísperas de la Semana Santa. Sólo pude conseguir un billete para el martes por la mañana haciendo escala en Tenerife. Durante el aterrizaje en Tenerife tuve la absoluta certeza de que me estaba esperando. Llegué finalmente a Las Palmas a las cinco de la tarde. Nada más abrir la puerta de la habitación me abalancé sobre él, le coloqué la manos sobre el pecho de forma instintiva y permanecí así durante más de una hora. Supo que estaba allí a su lado. Se esforzó por abrir los ojos y mirarme, pero no pudo.
Mientras le hacía caricias en el pecho y en la cara le hablaba con el pensamiento. Le dije lo que pensaba sobre la vida y la muerte, sobre nuestro cuerpo físico y sobre nuestras almas. Le dije que siempre estaría a su lado. No sé por qué sentía que me escuchaba. Tal vez porque sus pestañeos (sin abrir los ojos) se correspondían con la conversación que estábamos teniendo, o tal vez porque necesitaba que me escuchara. Me acordé de las horas que pasábamos charlando en la clínica mientras le daba masajes en los pies. Aquello le encantaba. Entonces se me ocurrió la idea de masajearle los pies para que no tuviera duda alguna de que era yo quien estaba allí a su lado.
Como parte del juego solía tirarle de los dedos de los pies, cosa que le llamaba la atención y hacía que se me quedara mirando como un niño. En aquel momento pensé que si le tiraba de la punta de los dedos nos comunicaríamos sin palabras, y que él se sentiría más tranquilo y comprendido. La sorpresa fue que me respondió con una inesperada patadita cuando en realidad no podía mover ni las manos. Al mismo tiempo abrió los ojos con gran dificultad para verme allí sentada a su pies. Ese fue nuestro saludo y nuestra despedida. Ese fue nuestro último secreto.
Cuando volví a sentarme a su lado, haciéndole caricias en el pecho y en la cara, trataba de mostrarle con mis caricias alrededor de los ojos que no se esforzara en abrirlos, que ya sabía que estaba presente y escuchándome. Le hablé esta vez en voz baja. Le puse al día de algunas noticias que podían interesarle en otras circunstancias. Al cabo de unos minutos su cara se relajó. Desvié mi conversación hacia mi hermana y mi madre para que él pudiera descansar y escucharnos al mismo tiempo. En menos de quince minutos se fue en mis brazos, con el susurro de mi voz y mis besitos sobre su frente. Eran las nueve de la noche en Canarias.
Esa misma noche me sentí sola. La última persona con la que mantenía un vínculo emocional secreto se había ido y no iba a volver. Nunca pensé que viviría aquella sensación de soledad, de desprotección. Miraba a mi madre y a mi hermana; era como si estuviéramos en dos universos diferentes. Las sentía lejos, muy lejos de mí. Yo me había quedado sola; ellas mantenían ese vínculo especial entre ellas (aunque no dejan de pelearse).
Tal vez mi madre pueda sentirse más cómoda conmigo por mi forma de ser, sin embargo, su hilo umbilical no está ligado a mí. Es tremendamente difícil explicarlo con palabras. Sólo yo sé cuántas veces le he dicho a mi padre que me ha dejado sola y desprotegida.
Con el paso de los días me lo he traído conmigo a casa. Con el paso de los días me he ido llenando de su presencia hasta el punto de consolarme al pensar que ahora sí está en mi vida, más presente que nunca.
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