Pensaba que llegaba con tiempo de sobra, pero finalmente llegué a la puerta de embarque a la hora justa. No me detendré en los detalles de la facturación en el aeropuerto de Maui, aunque podríamos sacar tomas graciosas de aquello. Lista para volar hacia la isla grande de Hawaii, esta vez sabía que no llegaría de noche al resort, salvo que mi nuevo amigo navegador me la jugara por el camino.
Salí con mi mochila, casi renqueante, hacia la oficina de alquiler de coches. Me dieron un utilitario algo más básico que el de Maui, eso que las características del coche contratado eran exactamente iguales. Nunca he entendido estas cuestiones. Contratas el mismo coche y en un sitio te dan un amasijo de hierros resplandeciente y en otro sitio te dan un mini descapotable. En fin. Me dieron una latita azul muy brillante al que le cogí mucho cariño, sobre todo cuando se me quedó atrapado por los bajos en el South Point de la isla.
Volviendo a la oficina de alquiler, la chica me entregó las llaves y me dijo, “encontrarás el coche aquí detrás mío. Es de color azul”. Me hizo una señal hacia la calle, efectivamente justo detrás de ella, y yo, sin dudarlo salí por la puerta y metí mi mochila en el maletero de un coche azul oscuro. Me quedé perpleja al ver el coche. Era un cuatro por cuatro grandísimo. Las puertas estaban abiertas, así que me senté en el asiento del piloto, coloqué los espejos a mi medida y… me di cuenta de que un empleado de la oficina me estaba sonriendo de pie, apoyado en la pared del aparcamiento. Le devolví la sonrisa amablemente y traté de arrancar el coche. La llave no encajaba. Volví a mirarle al señor y allí seguía, sonriente. Me pidió que bajara la ventanilla. Presa de los nervios encontré cómo bajarla. “Your car is that blue”, me dijo con un gesto perverso de… “mira esta listilla…”. Por Dios Santo, si quisiera escaquearme con un modelo superior al que me toca me aseguraría de saber hacer un puente con los cables del contacto. ¿Cómo sino podría llevarme otro coche que no es el mío? Me reí a su cara y entre dientes le solté en español… “podrías haberme avisado antes, desgraciado…”. Salí del coche, volví a sacar la pedazo mochila del maletero y me acerqué a mi latita azul. Abrí el maletero. ¡La mochila entraba con calzador! Según me partía de risa me metí en el coche y pensé, “¡qué leches, este azul chillón es mucho más bonito que el otro!”.
De camino al resort crucé unas ramificaciones de lava increíbles. La carretera cortaba estas ramificaciones, de forma que la lava se veía a ambos lados de la calzada. Mi latita azul no daba para mucho más, así que iba a la velocidad perfecta para observar todo aquello. Llegué al resort antes del atardecer. Después de las experiencias previas de “your credit card, Ma’am”, me apoyé sobre el mostrador de la recepción esperando la gran frase. No tardó. Enseguida le dije que todo estaba pagado, enfatizando con mi voz la palabra “todo”. Él, amablemente me dijo que el parking para la latita azul tenía un coste diario. No parecía haber costes adicionales, así que me aseguré de que me aclarara lo que me iban a retener como depósito y lo que me iban a cargar por el aparcamiento. Después de mi pequeña auditoría al recepcionista, los números me encajaban con sus respuestas, así que me di por satisfecha.
Encontré mi edificio, eché una ojeada a los peces gordos que había en el estanque y subí al tercer piso. Comenzó a anochecer. Salí a buscar un supermercado con el fin de abastecerme para los siguientes tres desayunos y alguna cena. Pegado al resort estaba el pueblo de Kailua-Kona, similar al pueblo de Lahaina de la isla de Maui, aunque con un punto menos surfero. Entré en el “ABC stores”, cogí algunos alimentos frescos y algo de dulce. Pensé que era buen momento para ponerme en la terracita con una Coronita, así que eché la garra a una Coronita fresquita. Al ir a pagar me quedé petrificada cuando la joven que me atendía me pidió el pasaporte. Por suerte lo llevaba encima. Por un instante no sabía si estaba en la cola de la facturación, en la recepción del hotel, en la oficina de alquiler de coches… o haciendo la compra, así que sin pensarlo dos veces le di el pasaporte, la tarjeta de embarque y mi tarjeta para pagar. La chica me miró despistada aunque no mucho más que yo. Cuando recobré el norte y me di cuenta de dónde estaba, le pregunté para qué quería el pasaporte. ¡Qué gran pregunta! La mujer mayor que estaba a su lado atendiendo a otro cliente se giró para mirarme, y entre las dos me clavaron sus ojos como dardos. “You are too young”. ¿Que soy demasiado joven? Casi me pongo de rodillas allí mismo. Les hice la ola. Me reí hasta saltárseme las lágrimas y sólo pude decirles, “Thank you! So good news!”. Las dos se rieron tímidamente mientras me iba más feliz que una perdiz. ¡La gran isla me estaba esperando!
A las ocho de la mañana mi latita azul y yo estábamos de camino al santuario Pu’uhonua. Comenzó a chispear. Pagué cinco dólares por el aparcamiento y entré a la pequeña reserva de lava. Era un lugar de costa, con cabañas antiguas, orillas bordeadas de rocas de lava y de coral blanco. El cielo estaba nublado pero la iluminación que le daba a aquel escenario era perfecta para sacar fotos. Había una playita de arena blanca y rocas negras a la que llegaban las tortugas verdes. Los visitantes estábamos con un ojo puesto en aquella playita por si aparecía algún animal.
Bordeé la playita y caminé frente al santuario. De cara hacia el mar, una construcción de madera se alzaba sobre los corales blancos. Había dos estatuas de madera preciosas frente al santuario. Eran estatuas tradicionales hawaianas de tamaño real con la mirada puesta en el horizonte. Cuando las vi me quedé encandilada. Justo en aquel suelo de coral, entre el mar y el santuario se encontraba el único sitio de todo el territorio hawaiano en el que un pecador condenado a muerte podía lograr una segunda oportunidad. La tradición cuenta que si el condenado a muerte alcanzaba aquel pequeño lugar frente al santuario de Pu’uhonua, un cura le concedía el perdón y el privilegio a una nueva vida. En menos de veinticuatro horas podía volver a su casa sin que nadie pudiera hacerle daño.
Bajé a las rocas de lava bañadas por el mar. Era un escenario sin igual. El mar se veía animado, rompiéndose continuamente sobre la superficie negra. Caminé sobre ella dando saltitos para evitar los charcos. De vuelta hacia la orilla observé la famosa roca que Mark Twain describía en sus “Cartas desde Hawaii”. Al Rey de la región de Kona le encantaba sentarse en aquella roca para contemplar el mar. Era su momento de descanso y paz. Me acerqué a ella y por unos minutos me transformé en la Reina de Kona. Fue una sensación muy satisfactoria. Algunos visitantes no se habían molestado en leer el panfleto informativo sobre los detalles del lugar, así que desconocían por completo el valor que tenía aquella roca. Me percaté de ello cuando le pedí a un señor que me sacara una foto sentada sobre la roca. Me preguntó si no quería que saliera el mar. Le dije que la idea era fotografiarme en aquella piedra. Al principio me extrañó el gesto de sorpresa que vi en él, aunque más tarde caí en que no todo el mundo era tan aplicado como yo… me había leído todos los puntos de interés de aquel lugar, no sólo iba a pasear, sino que además quería conocer los encantos de todos sus rincones.
Justo antes de dar por acabada mi visita, conseguí ver unas cuantas tortugas verdes en la playita de arena blanca. Me despedí de ellas y abandoné el lugar.
Dejando a un lado mis varios despistes durante la mañana y parte de la tarde, por fin llegué al pueblo ballenero de la costa de Kohala. Era un lugar de costa muy similar al del santuario. Era la única visitante interesada en recorrer el camino marcado por el díptico informativo. En realidad era la única visitante. A ratos sentí algo de miedo. Era un pueblo antiguo con cabañas en ruinas, bancos de roca negra, barandillas de madera, al final de un sendero que atravesaba una pradera. Comenzó a chispear, aunque al mismo tiempo el sol brillaba con fuerza. Como cabía esperar, sobre la pradera afloró un arco iris. Era la guinda de aquel pastel. Continué caminando hacia el mar. Llegué a una pequeña “U” de playa. Me quedé petrificada al leer el cartel que se alzaba a un lado de la orilla: “Don’t disturb the monk seals”. Juraría que eso era un bicho enorme y bigotudo. Lo comprobé en mi móvil. Efectivamente, en aquella playa que estaba a mis pies literalmente había focas monje. Me subió un escalofrío por el cuello y pensé que los hawaianos iban un poco sobrados. Ni se me había ocurrido molestarlas, por Dios. ¡Lo único que pedía era que ellas no me “molestaran” a mí! Pensé que en las playas de los alrededores no había advertencias al respecto y que probablemente, las focas bigotudas estarían paseándose por todas ellas. Madre mía… sin palabras. No hace falta comentar que conduje hasta el resort pensando en las focas monje y en lo sobrados que iban los hawaianos con aquellas ligerezas sobre las situaciones de riesgo.
Al día siguiente me dediqué en cuerpo y alma a la aventura volcánica. Mi misión era llegar a la caldera de Kilauea, el volcán más activo del mundo. Llegué en un periquete gracias a mi latita azul. En el centro de visitantes barajé algunas opciones de ruta que tenía dentro del parque nacional. Quise hacer el recorrido de los bancos de azufre y el camino alrededor del cráter. Cogí el sendero de los bancos de azufre. En menos de dos minutos me vi rodeada de enormes grietas que exhalaban gases tóxicos. Me quedé mirando una de ellas y no tardó en lanzarme una bocanada del menú del día. Me quedé quietecita pensando en qué leches estaba respirando, hasta que decidí echarlo todo para fuera quedándome vacía de aire. Agradecí los ejercicios hipopresivos que hacía durante el invierno en el gimnasio.
Caminé hasta una barandilla cercana. Había un texto con fotografías junto a una gran grieta. A un lado del cartel se pedía por favor que no saliéramos del camino ya que las grietas podían engullirte y abrasarte en el acto. Miré alrededor y aquello estaba lleno de grietas, abierto al público, sin ningún mecanismo de protección. Continué leyendo. Hacía unos años un niño de diez años se despistó y arrastrado por la curiosidad salió del camino para poner su patita más allá del sendero. Lo cierto es que lo veía muy normal. El paisaje incitaba a ello y todo estaba “sobradamente” abierto como para no intuir que a un palmo de tus piernas había cientos de trampas mortales esperándonos. Lógicamente el niño fue engullido por debajo dela superficie, abrasado por la lava que se escondía inadvertidamente bajo nuestros pies y trasladado a duras penas al hospital de la ciudad de Hilo. Sobrevivió, pero achicharrado por completo.
Al fin llegué a un mirador donde se divisaba la caldera de Kilauea. Impresionante. Los gases que emanaba se movían de un lado a otro en el aire, al son del viento que soplaba aquella mañana. Caminé alrededor del cráter, varios kilómetros de ida y vuelta. Saqué unas fotos espectaculares, y di por zanjada mi excursión con la comida en el hotel Volcano. Las infinitas cristaleras del mítico edificio permitían observar el cráter desde todos los rincones, y la verdad, la comida era muy buena y económica. Me hubiese gustado quedarme por la noche para ver los destellos de lava en el cráter, pero prefería retomar mi camino al resort antes de que anocheciera. Me quedaba una larga aventura a cuatro ruedas por delante y con total seguridad, varias paradas inesperadas en el camino, como mi visita al South Point.
Llegué a los acantilados del South Point. El camino asfaltado se acababa pero yo no quise verlo así que continué con mi latita azul hasta las mismísimas rocas. Debió llamarme la atención el hecho de que los únicos modelos aparcados en aquel paraje abrupto eran cuatros por cuatro y similares. Pero no me llamaron la atención, no, iba a otras cosas. Cuando puse las dos ruedas delanteras en las rocas oí un “crack” que me puso los pelos de punta. Tiré marcha atrás y el “crack” resonó durante unos segundos más, algo así como “craaaaaaaack”. Noté que las gotas de sudor bajaban en estampida desde mi escote hasta el ombligo. De pronto un Porsche se colocó detrás mío, obstaculizando mi maniobra. Le concedí tres segundos para que se diera cuenta de lo que intentaba hacer. Le costó un poquito más, para entonces ya le había insultado un par de veces en español. Por Dios, ¿no ves que estoy atrapada? ¿No oyes el ruido de mis bajos?
La latita azul estaba a salvo a un lado del sendero asfaltado. Aparqué y salí a explorar los acantilados. El South Point era el lugar ubicado más al sur de todas las islas de Hawaii. Me encontré unos cuantos agujeros en las rocas, que por supuesto estaban abiertos al público por si alguien quería suicidarse. Al fondo de los agujeros se veía cómo llegaba el agua del mar con toda la fuerza del viento que empujaba las olas debajo de las rocas. Menos mal que no se me había ocurrido meter el coche hasta las rocas… (me reí un rato). Al borde de los acantilados vi un grupo de jóvenes. Tres chicos locales se tiraban al agua sin pestañear. Lo menos habría veinte metros de altura. Una jovencita francesa quería que la aceptaran en el círculo de los saltos y trataba de tirarse sin éxito. Cogía carrerilla y echaba el freno de mano bruscamente cuando los dedos de los pies se le quedaban colgando en el aire. Todos los demás la animábamos pero el mejor consejo se lo dio un chico hawaiano: “Stand up there until you feel comfortable with the height. Take your time”. Buenísimo el consejo. No sé si la chica lo pilló pero a mí aquellas palabras me resonaron. Un antídoto sin precedentes para el vértigo. Al cabo de un par de minutos la chica gritó: “Now I’ll do”. Estaba de espaldas al mar. Se giró, echó a correr y simplemente no paró. El público rompió en aplausos, incluida yo.
Pensé que si no hubiera estado con el chip de volver al resort, reseca como el bacalao y con el regustillo volcánico del día, habría seguido el consejo del hawaiano y me habría tirado de aquel acantilado, en pleno South Point, en unas tierras tan lejanas como asombrosamente auténticas.
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