El reencuentro conmigo

03.03.2013 15:09

Estaba a punto de embarcar. Después de una larga espera de 5 horas en Heathrow, llegó el momento de dirigirme a la puerta de embarque.

Era un día de finales de Julio, y a juzgar por lo fuerte que soplaba el aire acondicionado, supuse que en la gran ciudad estarían viviendo una jornada calurosa, más allá de la excitación provocada por la celebración de los juegos olímpicos durante aquellas semanas.

Un frío agravado por la irremediable espera en unas instalaciones ya monótonas, hacía que me sintiera aturdida. A pesar de encontrarme rodeada de tiendas, restaurantes y todo tipo de comercios apetecibles, mi interés no se enfocaba en el consumo. Estaba sufriendo un estado de hibernación psicológica; necesitaba retener la energía suficiente para asimilar la experiencia que iba a vivir.

En seguida fui identificando a los pasajeros de mi vuelo. Todos ellos paseaban en círculos alrededor de la puerta de embarque, deteniéndose repentinamente frente a los monitores de información, ansiosos, ilusionados. Me apoyé contra la pared cerca de un monitor, y me fijé en una señora mayor. Me resultó algo extravagante y pensé que tal vez sería londinense.

De pronto anunciaron el retraso del vuelo a París; una mezcla de suspiros e insultos inofensivos invadieron la atmósfera del recinto. Con un nítido acento francés, la mujer extravagante compartió su malestar con una joven que escuchaba música con auriculares, y que al igual que yo, llevaba una mochila a sus hombros. La joven aprobó su discurso sin ni siquiera aflojarse los auriculares; no obstante, sentí que habían creado un pequeño vínculo entre ellas mientras la humareda que las rodeaba continuaba firme con sus planes vitales.

Por un instante me sentí profundamente sola. No había creado ningún vínculo temporal con nadie durante mi estancia en la terminal, y a pesar de no haberlo buscado, pensé que mi actitud fue agradable y abierta hacia el mundo, pero que aun así algo no debió funcionar.

Comencé a tener una extraña sensación de querer volver a casa. Dar marcha atrás y volver a mi cueva, a mi zona protegida, llena de paz y tranquilidad. ¿Quién me habría mandado a mí lanzarme de cabeza a las antípodas?

Retrocedí en mi mente 7 meses. Estábamos sentadas en una mesita muy cerca de la puerta de entrada de una cafetería del Born. En plena época navideña, mi amiga Irene escuchaba con gran expectación mis planes de verano. Con total entusiasmo le confesaba que el próximo verano viajaría a Australia y que por fin me adentraría en el auténtico mundo del surf. Era todo un reto para mí. Mi primer viaje al otro extremo del mundo, sola, sin seguro médico y con una situación personal sentimentalmente destructiva y agonizante.

Relataba el sentimiento romántico que despertaba en mí el recorrido en tren desde Sidney a Melbourne, y la intrusión audaz al "red centre". Me imaginaba contemplando el gran desierto, sin prisa, ligera de equipaje y sin identidad. Mi ser no aportaría gran cosa en aquellos paisajes, sólo un granito de amor a la tierra. Deseé sentirme contagiada por la autenticidad de los aborígenes, observarlos, aprender de ellos, y por qué no, utilizarlos como argumento para cambiar mi vida en una sociedad occidental.

Mis ojos volvieron a parpadear y sentí que frente a la puerta de embarque, con toda la documentación en la mano y mi mochila al hombro, estaba a punto de sufrir un ataque de pánico. No tanto por el hecho de subirme a un avión con destino "el otro lado del mundo", sino por la angustia de no saber si sería capaz de disfrutar de mí misma en unas circunstancias inciertas.

La cola comenzó a avanzar y mis piernas también avanzaron. Me concentré en el momento y en aquel preciso momento mi cometido era llegar a la puerta, mostrar mi documentación, entrar al avión y sentarme plácidamente en mi asiento. Mi futuro se redujo a los próximos 5 minutos, y ese hecho precisamente fue lo que me salvó de caer en la entropía psíquica. Pensé que todo aquello que rebasase los siguientes 5 minutos en el futuro no era relevante, y observé mis manos, mis dedos, mi ropa.

Intenté imaginarme a mí misma caminando por la terminal, atravesando la plaza de mi barrio, cruzando el eterno paso de cebra para llegar a mi trabajo cada mañana. Si existiera otro yo y se cruzara conmigo por la calle, ¿cómo me vería?. ¿Le parecería atractiva?, ¿quizás interesante y despistada?. Mi yo masculino, ¿se sentiría atraído por lo que mi imagen representa?. Me surgían diversas respuestas, divertidas ocurrencias y nuevos dilemas a explorar. Pero en el fondo de mi alma, según iba riéndome y despojándome de una multitud de opciones, yacía la respuesta: estaba encantada conmigo misma, con lo que mi imagen transmitía y con la energía que desprendía. Y lo más importante, me tenía a mí misma, completa e incondicionalmente.

Sonreí. Nunca me he considerado experta en nada, ni he tenido conocimientos profundos de algo, pero he mostrado interés por demasiadas materias a la vez, y eso me ha convertido en una notable autodidacta. En aquel momento no conocía la gramática ni el nombre técnico de lo que me estaba ocurriendo; sin embargo, sabía que había crecido unos 2 centímetros sobre la tierra, y que ahora me encontraba más cerca del cielo.

Reflexioné sobre los juegos que aquel viaje podría ofrecer a mi conciencia. Mis juegos siempre esconden una lección, y si finalmente la lección es absorbida por mi conciencia, se desprende una gran claridad hacia la vida, hacia mi existencia. Estos juegos se han convertido en una droga para mi alma. Me proporcionan inspiración, luz, fortaleza, seguridad y confianza. Me proporcionan felicidad.

Siempre me ha fascinado nuestra ridiculez ante la inmensidad del universo. No obstante, nuestros míseros problemas tienden a eclipsar el milagroso equilibrio de la naturaleza. ¡Gracias a Dios que el mar, el fuego, al aire y la tierra no se vuelven contra nosotros!. Aun así, la humanidad continúa lamentándose de lo desdichada que se siente en esta nuestra minúscula sociedad.

Era en aquel preciso instante cuando esta realidad tópica pasó a ser parte de mi espíritu. Lo vi más claro que nunca. Me pasaría casi 24 horas volando en dirección contraria al sol. Al llegar a mi destino volvería a cruzarme con el sol, recién llegado de mi tierra, impregnado de las miradas de mis seres queridos. ¡Qué mensaje tan precioso!. MIré al sol y clavé mis ojos en su esfera, con la intención de sellar mi carta y esperar que fuera entregada. Prometí ver tantos amaneceres como fueran posibles desde Australia, sólo por el milagro de recibir la mágica estrella que mis familiares y amigos acababan de despedir.

Me sentía tremendamente feliz porque había descifrado un gran misterio, y su comprensión le daba un profundo sentido a mi aventura.

 

 

 

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