Eran casi las diez de la noche. Acababa de salir del gimnasio y volvía para casa caminando por la avenida. Se asomaba una noche tranquila. Había pocas personas de paseo, sólo parejas rezagadas o perritos apurando su jornada de ocio.
Como de costumbre llevaba el pelo húmedo para que no se me apelmazara con el champú del gimnasio. Es un champú de cortesía así que no es lo que se dice un “revitalizante” o “libre de parabenos”. Abrigada hasta los dientes, con las manos en los bolsillos, los hombros rígidos conteniendo el poco calorcito acumulado en mi cuerpo… y los auriculares puestos. Paso firme pero calmado. Mirada clavada en el horizonte. Esa soy yo las noches de invierno cuando camino a casa.
De pronto alcancé a un hombre y a una mujer que iban agarrados del brazo. Íbamos en la misma dirección. Aunque mi paso era tranquilo iba más ligera que ellos y los dejé atrás. Entonces me di cuenta de que no iban solos. A unos tres metros por delante llevaban a un perrito adulto dando saltitos. Tenía un pelaje blanco y aparentemente áspero. Las orejas alzadas en triángulo, el hocico largo y fino, los ojos humildes, profundos, rodeados de una piel rosada.
El animal mantenía una distancia prudente de sus dueños, sin perderles de vista pero disfrutando de su libertad. No se entretenía con el entorno, ni con los olores ni con las formas. Era un perro muy habituado a la ciudad, bien educado. Si fuera mío probablemente podría llevármelo a todas partes sin preocuparme de si está atado, si hay niños alrededor, si se acercan otros perros o si el semáforo se pone en rojo. Un perro de los que te hacen la vida fácil.
Me percaté de que según me acercaba y acortábamos distancias, giraba levemente su cabeza para calcular a qué distancia me encontraba. Si consideraba que estaba invadiendo su espacio de libertad agilizaba el paso dando saltitos más continuados. Cuando la situación se repitió unas cuantas veces pensé que oficialmente estábamos paseando juntos. Salvo que alguien le dijera lo contrario, aquel perro me acompañaría a casa.
Caminamos a lo largo de toda la avenida perfectamente coordinados como si estuviéramos ligados con un hilo invisible en tensión. A un extremo del hilo estaba yo y al otro extremo encabezando el binomio iba mi acompañante peludo.
Llegamos a la altura del semáforo donde debía abandonar la avenida y adentrarme en mi barrio. Ralenticé mi paso y me quedé de pie esperando a que las luces se tornaran verdes. De repente el perro se paró de golpe, giró drásticamente su cabecita para mirarme y poder entender qué es lo que estaba pasando. Cuando fijó su mirada en mis ojos descubrió que no era su dueña. Percibí cierto nerviosismo en el movimiento de sus patitas. Aun así tuvo la elegancia de acercarse a mí moviendo la cola, con las orejas agachadas y sus ojos tristes.
Me dedicó un saludo esperando que le correspondiera con dulzura. Le sonreí, le susurré con cariño y justo cuando iba a posar mi mano sobre sus orejas, se giró, divisó a lo lejos a sus dueños y corrió hacia ellos.
Llegué a casa sonriente con la sensación de haber sido acompañada. Con el recuerdo del perro que me llevó de paseo.
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