El comienzo de mis vacaciones

20.08.2015 13:58

Son las 12.10 horas del mediodía en España. Todavía sigo en horario hawaiano. Esta noche no he pegado ojo, y es que doce horas de diferencia no es fácilmente incorporable al organismo. Implica la otra cara de la moneda, el día y la noche, la cena y la comida, el hoy y el ayer. No obstante, han sido mis mejores vacaciones. Un afrodisíaco para mis sentidos. ¿Dónde estaba yo sin descubrir semejantes tierras en el mismo planeta?

Mi estancia de tres días en San Francisco como puente a las islas comenzó con cierta decepción. Había reservado un hotel en una zona céntrica, sin haber profundizado en el detalle de que “la zona céntrica” en San Francisco es para cogerla con pinzas. El taxista me advirtió al escuchar la dirección: “No camines sola por esa calle de noche, y si puedes evitar caminar de día mejor”. Me habían advertido sobre los mendigos en el centro, pero esto trascendía la problemática “homeless”. Mi alojamiento se encontraba en pleno “Tenderloin”, poco recomendable para nadie y menos para una señorita viajando sola.

Cuando llegué a la puerta del hotel lo vi claro. Al día siguiente me alojaría en otro hotel. Lo que no entiendo todavía es cómo a semejante edificio le han dado la categoría de “hotel”. Intenté ser amable y buscar la excusa perfecta para no lastimar a nadie. La cama en todo su conjunto era de materiales de primera calidad, y los propietarios se preocuparon por detalles que en otros hoteles de categoría muy superior no lo hacían. Sin embargo, aquellos pasillos y escaleras me aterrorizaban por la noche. No sabía con quién me iba a encontrar en mi trayecto a los baños. Llegué tarde al hotel, justo para vivir la experiencia nocturna de la “6th Street” (calle conocidamente problemática en la ciudad y donde mi hotel se encontraba). Decidí ducharme por la noche antes de acostarme, así aseguraba el tiro y me evitaba el variopinto abanico de huéspedes que me presentaría la mañana.

Me duché, me tranquilicé y pensé en templado. La cama estaba muy bien, la habitación era amplia. Miraba por la ventana y me palpitaba el corazón: “Erin, aquí no puedes quedarte. No disfrutarás la ciudad. Estarás preocupada todo el día de cómo entrar y salir de esta zona tan espantosa. No merece la pena sufrir. Cámbiate y disfruta, te lo mereces”. Al otro lado de la acera había una hilera de mendigos, la mayoría drogadictos, clavándose la aguja en las venas. Algunos no se tenían ni sentados. Otros se encontraban en su estado agresivo. Cogí el móvil y llamé por Skype a la agencia. Solicité la cancelación de las dos noches siguientes por no tratarse de un alojamiento que cubriera mis necesidades, por estar en una ubicación peligrosa y por no ser capaz de dormir con semejante ruido por la noche. Pidieron permiso al hotel (con quienes había hablado previamente) y se me tramitó la cancelación sin costes.

Prontito por la mañana, de nuevo mochila al hombro, me dirigí al nuevo hotel. Este nuevo hotel se encontraba cuatro calles más arriba, en dirección al embarcadero. Era la misma calle que desembocaba en la “Union Square”, aunque unas cuantas manzanas más al oeste.  Nada más entrar respiré hondo. Era un hotel de verdad, con su recepción, su sala de estar, sus sofás, mesitas, ascensores, etc. Me di cuenta de que era una mochilera muy bien acostumbrada, pero qué leches, por eso me deslomaba trabajando todo el año, para pagarme una vacaciones mínimamente cómodas.

Según me hago mayor valoro tremendamente las pequeñas ventajas que me ofrece pagar un 20% más. Es la diferencia entre hacer yo misma la mudanza o pagar para que me la hagan. La diferencia entre cargar con la mochila al hombro en un autobús donde ni siquiera puedo sentarme o reservar un taxi para que me venga a buscar a la puerta de mi casa. Es más caro, sí, pero para eso trabajo y me lo merezco. Si tengo que ratear, ratearé con los bolsitos de diseño que veo expuestos en los escaparates y que no me atraen en absoluto. Ratearé con las cosas materiales inservibles en mi vida, pero jamás ratearé con aquello que afecte a mi bienestar físico y emocional.

Dejé la mochila en la consigna del hotel, les recordé por favor que a mi vuelta por la tarde me dieran una habitación "tranquila", y me senté un ratito en la sala de estar. Me serví un café gratis, abrí mi mapa de la ciudad y comencé a planificar el día. Fue mi primer momentazo. Sentí que mis vacaciones habían empezado a coger forma y que a partir de ese instante el control de mis días lo tenía yo. Nadie más que yo.

Caminé incansablemente por las famosas empinadas calles de la ciudad. Recuerdo la primera vez que divisé a lo lejos el “Golden Gate”. Era en la “Russian Hill”, aunque en su momento no sabía dónde me encontraba. No olvidaré las personas que fui conociendo por el camino, las conversaciones que tuvimos, las invitaciones que recibí… Todo aquello fue precioso. Sólo por vivir instantes así, merece la pena perderse por el mundo, casi sin rumbo y sin objetivos. Sola. Yo con mi alma, mi mejor compañera de viaje.

Alquilé una bicicleta en el embarcadero, llegué al “Golden Gate”, lo crucé y volví al embarcadero. Me lo pasé genial. ¡Suerte que todavía recordaba cómo funcionaban las marchas de la bicicleta! Con las cuestas que tuve que subir en el camino me reí un rato. La primera la subí tras varios intentos frustrados con el manejo de las marchas. Veía que mucha gente acababa bajándose de la bicicleta y cargando con ella hasta la cima, pero no podía ser así. La bicicleta tenía marchas y con ellas tenía que subir perfectamente. Así fue. Llegué exhausta pero llegué sin bajar mi trasero del sillín. Todo un éxito.

Los días siguientes disfruté enormemente de la ciudad, de sus calles, de los escenarios cinematográficos más pintorescos, del puerto, del mítico tranvía, del centro financiero y de mi visita a Alcatraz. Hubo un momento en Alcatraz que me conmovió enormemente y que quiero compartir. Dentro del edificio de la prisión había un pasillo de celdas conocido como el pasillo más demandado por los presos. En un rincón del pasillo había una pequeña ventana a la altura de los ojos con un cristal grueso que distorsionaba ligeramente la imagen del exterior. A pesar de todo, la luz que entraba era pura vida para cualquier reo, y la vista era ni más ni menos que el “skyline” de la ciudad de San Francisco.

Los testimonios de algunos presos que tuvieron el privilegio de disfrutar de aquella ventana cuentan que los días de fiesta (por ejemplo el día de Nochevieja), si el viento soplaba fuerte y en dirección favorable, la música de la ciudad y las risas de la gente llegaban a escucharse a través de aquella minúscula ventana. Me acerqué y miré a través de ella. Vi lo que los presos más privilegiados de Alcatraz veían y lo que el resto anhelaba. El viento soplaba fuerte, el mar estaba picado y el oleaje era bravo. Todo ello lo pude percibir efectivamente a través del cristal. Salí de aquel pasillo y acabé mi visita en el comedor de la prisión. Sobre la puerta del comedor todavía seguía colgado el menú del último desayuno de Alcatraz, el 21 de Marzo de 1963. Aquel día se cerró definitivamente.

Sentada en un banco de madera en la isla de Alcatraz, esperando el ferry de vuelta a la ciudad, me quedé pensando en la pequeña ventana del pasillo de los privilegiados y en el último desayuno en la prisión. Me puse los auriculares y la banda sonora de mis vacaciones comenzó a sonar: “Ballad of a Dead Man”.

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