El arte de mis manos

31.01.2016 14:59

Esta mañana iba conduciendo hacia el hospital para mis sesiones de Reiki con los pacientes. Parada en un semáforo me miraba la herida que me hice en el dedo índice hace unos días mientras trataba de destapar un pequeño envase de mermelada. No me gusta hacerme heridas en las manos.

Cuando tenía 16 o 17 años estaba en la playa de mi pueblo natal con una amiga. Normalmente no íbamos a "nuestra" playa por varios motivos: 1. No queríamos lucirnos delante de todo el pueblo (esta idea coge gran fuerza en la adolescencia); 2. La playa en cuestión es muy pequeña, siendo la mayor parte de la superficie rocosa. Preferíamos tumbarnos sobre la preciosa arena de las playas vecinas.

Aquella mañana de verano no hacía un sol espectacular y deduzco que aquel fue el motivo por el que acabamos yendo a tomar un bañito a las rocas. Estuvimos nadando y zambulléndonos un buen rato hasta que se me ocurrió subirme a unas rocas no demasiado altas y tirarme de cabeza. Por supuesto sabía que no cubría mucho así que tenía que colocar las manos por delante de mi cabeza para frenar el posible impacto. Salté y mis manos se toparon con una gran roca que había en el fondo del agua. Me rasgué todos y cada uno de mis dedos, desde los nudillos hasta las puntas.

Cuando saqué las manos a la superficie comenzaron a llorar sangre, literalmente. En cinco segundos mis dos manos con sus diez dedos estaba chorreando sangre. Apreté los dedos suavemente con la toalla con el objetivo de ver la profundidad de las heridas. No eran muy profundas, pero se extendían a lo largo de todos los dedos y estaban a carne viva. Por suerte no necesité ninguna ayuda especial. Durante los meses siguientes mis manos estaban cubiertas de cicatrices. 

Desde entonces mis manos nunca han recuperado su apariencia natural. Un observador podría pensar que son rojeces típicas de una piel clara. Yo sé que no son rojeces de una piel clara. Son las cicatrices que me acompañan. A veces me quedo mirando fijamente la zona entre los nudillos y las articulaciones (el metacarpo), y puedo ver claramente las manchas blanquecinas que hacen que los poros parezcan más dilatados y la piel de alrededor resalte enrojecida. "MIs cicatrices de guerra...", pienso.

Cuando tuve tres añitos iba corriendo detrás de mi hermana por la casa. Ella abría las puertas a su paso y yo aprovechaba el tirón para perseguirla. Al llegar a una de las puertas puse mi manita en el marco a la altura de la manilla. Mi hermana, sin darse cuenta, cerró la puerta tras de sí y me cogió un dedo. El dedo corazón de mi mano izquierda. La falange quedó colgando del resto del dedo. Recuerdo que a mis gritos acudió mi tía que me cogió en brazos, sacó un pañuelo y envolvió la puntita de mi dedo con el pañuelo.

Me llevaron al hospital a que me la cosieran. Lo único que recuerdo era una lámpara muy luminosa a un lado de la cama enfocando el escenario de la intervención, es decir, mi dedo. Por suerte el injerto funcionó. Sólo que cuando el dedo fue creciendo la falange mantenía su medida, así que hoy por hoy puedo seguir observando la misma puntita del dedo que tenía a los tres años.

Esta mañana mientras estaba parada en el semáforo, observaba mi herida reciente sobre la articulación entre la primera y segunda falanges del dedo índice de la mano derecha. En el poco tiempo que esperé a que la luz se pusiera en verde repasé mentalmente mi historial de accidentes relacionados con las manos. No fueron recuerdos analíticos con todo el nivel de detalles. Fueron simplemente sensaciones que vinieron a mi mente y cumplieron la misma función de un recuerdo. Llegué a la conclusión de que no me gusta hacerme daño en las manos. 

Desde muy pequeña comencé a esconder mis manos bajo las mangas. Era síntoma de mi timidez. Cuando tenía que sacarlas para enfrentarlas a algún reto me fallaban. Mi mente no me fallaba pero mis manos eran mi perdición. Temblaban tanto que me delataban. Fueron mi gran frustración al piano. Nunca conseguí crecerme al teclado porque mis manos lo echaban todo por la borda. Mis manos y mi voz. Mi voz temblaba tanto como mis manos.

Cuando aprendí a ser fuerte, escondía mis manos dentro de mis puños. Hasta hace unos años era habitual verme con las manos cerradas. Seguía siendo un síntoma de mi timidez, pero con un matiz. Mi timidez tenía muchas cosas por decir y por hacer. Todo aquello lo guardaba dentro de mis puños, con garra, con fuerza y con represión. Hoy en día sigo siendo tímida; no obstante tengo carácter. El mismo carácter que se ocultaba bajo las mangas, dentro de los puños. Ahora mi carácter se mezcla con mi timidez para darme coraje y hacer que mis manos se mantengan abiertas, libres.

Me he dado cuenta de la importancia que tienen mis manos para mí. Curiosamente han sufrido varios accidentes y también curiosamente me han jugado malas pasadas en el desarrollo de mis virtudes, pero a pesar de ello me han concedido los momentos más felices de mi vida. Gracias a mis manos toco el piano, toco la guitarra, practico el Reiki, escribo y de vez en cuando dibujo. He llegado a la conclusión de que mi poder está en las manos y que debo potenciarlas y protegerlas ante cualquier adversidad.

Hace unos días tocaba el piano en la oscuridad de la noche. Apenas me llegaba la luz de la farola de la calle a través del cristal. Cerraba los ojos y seguía tocando. En ese momento tuve claro que si me quitaban las manos no podría vivir. Las manos, la voz y los oídos. Las manos, la voz y los oídos. Sin ellos nunca volvería a ser feliz.

Sé que mientras mis manos permanezcan abiertas mi corazón será libre.
 

—————

Volver