El aprendizaje de los momentos críticos

30.05.2015 14:33

Hoy es un gran día. Aunque estoy físicamente doblada por un lumbago que me sobrevino el jueves por la mañana estando en un hotel de Gliwice (Polonia), sólo el hecho de estar aquí sentada, observando a través de los cristales de la cafetería cómo pasa “mi” gente por las calles de Barcelona… no tiene precio.
Hoy se disputa la final de la Copa del Rey entre el Athletic de Bilbao y el Barcelona, aquí en Barcelona. Desde muy pronto por la mañana la ciudad se ha teñido de camisetas rojiblancas. Lo más emotivo de todo es la armonía que se respira por las calles. Todos felices, sonrientes, perfectamente integrados en los locales de la ciudad… mientras los barceloneses les miran y les ríen las gracias. 

Y es que la vasca es una sociedad noble y apasionada, con todo lo bueno y malo que ello implica. Jamás he conocido a gente más sincera y honesta. Son transparentes como el cristal, como si jamás se les hubiera enseñado a disimular, a fingir o a actuar por interés.  Obviamente me incluyo en esta descripción. Mi mundo profesional y la vida en una gran ciudad fuera de mi hogar me supusieron mucho sudor y lágrimas. Recuerdo que siempre decía: “esto es la jungla”.

En mi casi una decena de contratos de alquiler en Barcelona nadie me concedió nunca ni un solo gesto de piedad, de bondad, de humanidad. Siempre pensé que era afortunada porque al menos no me ha faltado trabajo, una garantía a ofrecer a un tercero. Y al ser una mujer de apariencia formal, creo que salvo algunas tomaduras de pelo por parte de personas sin ética ni escrúpulos, del resto no me ha ido tan mal como les puede estar yendo a otros jóvenes menos afortunados.

Cuando cumples los treinta años dejas de ser una niña para el mundo. Nadie te perdona nada. Es como si de pronto todos se volvieran crueles e insensibles en las cosas más ordinarias del día a día. Tras una crisis de dos o tres años asumes tu papel en la sociedad, y te quedan dos opciones: convertirte en una rebelde que va en contra del sistema “complicándote” la vida por algo que no se cambia con la fuerza, o convertirte en alguien que opta por dar lo que desea recibir sin esperar nada a cambio. Si escogemos la segunda opción acabaremos rodeándonos de personas que merecen mucho la pena. El resto sólo aparecerán de forma pasajera y sabremos ventilarlos diplomáticamente sin más preámbulos. Esta segunda opción implica tratar de cambiar la sociedad desde nuestro propio interior, dando lo que queremos recibir, transformándonos nosotros mismos para que otros se vayan transformando gracias a nuestro ejemplo.

Ahora tengo treinta y ocho años. Me he adaptado perfectamente a la jungla de la gran ciudad y a la frialdad del mundo empresarial. Hoy más que nunca tengo la capacidad de distinguir las personas nobles, de gran corazón, de las personas interesadas, malintencionadas, egoístas y poco auténticas. Hoy más que nunca sé lo que ello representa aunque en ocasiones me entristece ver que estas grandes personas piensan que lo de fuera puede ser mejor, más profesional, más moderno, más educado. Nunca más lejos de la verdad. Lo auténtico, lo noble, lo profesional, lo apasionado, lo moderno y lo educado lo tenemos en casa, sin nada que envidiar. Esto significa haber dado la vuelta a todo el círculo, volver al punto inicial y volver a escoger lo nuestro. Esto significa ser consciente de lo que somos y de lo que valemos.

El jueves por la mañana me desperté en un hotel de Gliwice con un dolor que no podía soportar. Traté de incorporarme pero mi cuerpo no respondía. Pensé en que tenía que hacer las maletas para ir a trabajar y después por la tarde desplazarnos a Cracovia, para estar cerca del aeropuerto y volver así a Barcelona. Quería levantarme al baño y vestirme. Después ya vería cómo iba evolucionando. La cuestión fue que no podía incorporarme, me moría de dolor. Cuando lo conseguí, me levante y caminé hasta el baño. Delante del espejo me miré y sentí que estaba perdiendo la visión. Me senté encima del sanitario. Cuando me recuperé un poco, volví a levantarme y me rendí sobre la cama.

Por unos minutos sentí un frescor que invadía todo mi cuerpo, perdí la visión, estaba rodeada de una luz muy blanca. Me costaba respirar. El dolor desapareció y sentí una relajación absoluta. Era como estar flotando en las nubes, al borde de perder la conciencia, pero aun allí, dándome cuenta de todo. No sentí miedo. No pensé en nada ni en nadie. Solo podía sentir. Sentí un gran bienestar, hasta que recobré la visión. El dolor volvió y no pude levantarme. Decidí coger el móvil con una mano y enviarles un mensaje a mis compañeros para decirles que avisaran a alguien que me pudiera ayudar.

En una hora vino la ambulancia, me pusieron un par de inyecciones y se despidieron con una sonrisa cariñosa diciéndome que estuviera tranquila. El dolor debía desaparecer inmediatamente y debería darme una tregua de entre cuatro y cinco horas. Después ya veríamos lo que pasaba. Un compañero de la oficina me llevó a un centro parecido a un centro de fisioterapia tras mi insistencia en que necesitaba un osteópata, no un médico que me atiborrara a calmantes, inyecciones y pastillas.

Tuve suerte. A las dos de la tarde me atendió el especialista de Cracovia que viajaba a Gliwice una vez a la semana y además sabía inglés. Me estiró en la camilla boca arriba y me aplicó en el abdomen una técnica osteopática llamada “manipulación de las fascias”. Los puntos que me trató eran los que me provocaban un dolor más intenso. Estuvimos casi una hora. A pesar del dolor que me hacía sudar sin cesar, no tenía más espacio para las lágrimas. Él me invitó a llorar y me ayudó mucho con las palabras que me dijo. Obviamente detectó el origen de mi problema rápidamente y me enseñó algunos trucos para autotratarme. Nunca olvidaré a esta persona.

De allí a menos de una hora estaba de nuevo sentada frente al ordenador en la empresa. Algunas personas vinieron a verme con mucha alegría. Algunos me pidieron que me cuidara, que lo principal era mi salud. No me resultó difícil entender por qué me lo decían casi en voz baja, evitando que mi jefe los escuchara. Esa tarde no trabajé, pero allí estuve al pie del cañón, encajada en la silla frente al ordenador. Evité las “molestias” de la repatriación. Volví con mis compañeros, poniendo buena cara y caminando como podía. Gracias a mis dos compañeros no tuve que cargar con las maletas y gracias a mi compañero favorito (si algún día lo lees te reirás) ni siquiera tuve que subir mis maletas a casa. Él lo hizo por mí.

En los momentos críticos es cuando realmente conoces a las personas. En los momentos críticos es cuando realmente valoras lo que tienes, lo que eres, lo que te ofrece la vida. Pienso que esta experiencia tuvo que ocurrir tal y como ocurrió. He aprendido muchas cosas en el camino. Hoy me conozco un poquito más que ayer. Hoy soy un poco más fuerte y un poco más feliz que ayer. Namasté.

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