Hi people! Aquí estoy de nuevo en Barcelona, escribiendo una nueva crónica sobre mis días en China. El domingo pasado en el tren de Beijing a Shanghai, me vi suficientemente inspirada para resumir mi aventura a la conquista de la Gran Muralla China. Ahí va eso…
Llevo casi dos horas sentada en el 15C del vagón 10 del tren que va de Beijing a Shanghai. Son las 17:45 horas. Espero mi llegada en la estación de Suzhou Industrial Park a las 22:34 horas. Mañana de vuelta al trabajo en las oficinas de Suzhou. Nos quedan cuatro días de intensa auditoría antes de volvernos a Barcelona. Llegué a Beijing el viernes por la noche. No podía dejar escapar la oportunidad de visitar la Gran Muralla.
Durante mi estancia de dos días me he percatado de lo tradicional que es la capital china. Ni siquiera en los lugares más turísticos podían hablarme en inglés. Muchos me ladeaban la cara con el ánimo de que acabara aquel momento tan embarazoso. Otros pocos, generalmente jóvenes, se me acercaban y trataban de ayudarme como podían. La recepcionista del hotel quiso enviarme al aeropuerto cuando le pregunté sobre las opciones que tenía para llegar a la Gran Muralla. ¡Vaya paparda! Suerte que en mi papel de auditora hice una doble comprobación (“double check”) en la estación del metro. Allí un chico muy amable me marcó las pautas claras para llegar a la sección de Badaling. He de decir que mi preferencia era visitar la sección de Mutianyu, ya que es menos turística, pero nadie fue capaz de explicarme cómo llegar. Como sabéis, una vez en China, el acceso a la red está restringido a las páginas que el gobierno chino permite, así que Google, Youtube y Facebook, entre otros, dejan de existir. Todo se vuelve extremadamente complicado.
Mi aventura comenzó el viernes por la noche cuando llegué a la estación Sur de Beijing. Decenas de pseudo taxistas intentaron llevarme al hotel por un precio cuatro veces superior al establecido. No tenían licencia ni taxímetro, así que negociaban precios redondos con los turistas. Los turistas en Beijing son el 98% orientales, tal vez el 90% chinos. Los occidentales que vi en dos días los pude contar con los dedos de las manos. Finalmente acepté ir con un señor que parecía serio y sobretodo buen hombre. Lo decidí así tras encontrarme con conductores que me miraban de una forma aterradora desde el punto de vista de una mujer. En dos palabras: sentí miedo.
Tras una noche de sueño profundo comencé a primera hora con la conquista de Badaling. Una joven china de Xiamen viajaba con su madre y con su hermano pequeño, y enseguida me acogieron para viajar con ellos hasta la Gran Muralla. Tuvimos que hacer cola durante más de una hora para subirnos al autobús. Era la época vacacional para los más pequeños, por lo que muchas familias visitaban la muralla durante estos fines de semana. En realidad es la peor época para viajar a China, pero en mi caso no podía escoger. Mi trabajo marcaba mi agenda.
Oleadas de chinos se abalanzaban a los autobuses que llegaban vacíos. La familia que me acogió me hizo un gesto para correr tras ellos hacia un autobús que iba lleno, por supuesto saltándose a una veintena de chinos que esperaban en la fila (colarse por la cara es muy típico en China). La cuestión es que entramos. La escena fue caótica. Hileras de tres asientos a un lado y dos al otro. No veía menos de cuatro personas a cada lado. Los niños viajaban en los regazos de sus madres. Llegué a contar hasta seis personas en tres asientos. No había asientos libres para mí. El que me tocaba (por orden de caída) se lo cedí al niño de la familia que me acogió. Pensé que podía sentarme en las escaleras. Al fin y al cabo era un trayecto de casi dos horas, y de pie no podía estar. ¿Quién dijo que no? Las puertas se volvieron a abrir y una nueva oleada de chinos se abalanzó al interior. El pasillo parecía una lata alargada de sardinas y yo era una de ellas. No podía moverme y me quedaban una hora y media por delante. Por un segundo deseé con todas mis fuerzas creer en Dios y dejarlo todo en su manos.
A medida que pasaba el tiempo mis lumbares comenzaron a dolerme. No sabía qué postura coger. Recurrí a mis técnicas de Reiki, y tras un par de mini crisis más o menos resueltas, me consolé observando lo que iba aconteciendo a mi alrededor. Un niño quería ir al baño y su padre le puso una botella vacía de agua para que pudiera orinar dentro. Un bebé hizo sus necesidades encima de su madre. Fue un espectáculo sin igual ver cómo se las apañaba la mujer para salir digna de todo aquello. Una joven que estaba de pie a mi lado se sentó en el suelo a los pies de todos, y comenzó a vomitar. Otra chica que viajaba también de pie, acabó en las mismas circunstancias penosas casi al final del trayecto. Mientras tanto la empleada del autobús pasaba entre la gente escurriéndose como una sanguijuela para poder cobrar.
Mi cuerpo lo soportó por la ilusión que tenía de ver la Gran Muralla. Al fin llegamos. Bajamos del autobús y dejando atrás a decenas de chinos que vomitaban y orinaban en las esquinas comencé a correr como una liebre en libertad. Una vez en la muralla, mi éxtasis fue muy suave, supongo que debido al cansancio emocional de las horas previas. Saqué unas fotos preciosas. Aunque es difícil de creer, disfruté de unos momentos de paz y tranquilidad en los rincones de mi mente mientras contemplaba el paisaje. Después de dos horas y media disfrutando de la muralla, pensé: “Misión cumplida, campeona”.
Bajé de nuevo a la parada del autobús justo en el momento preciso, ya que comenzó a diluviar mientras estaba en la cola. Esta vez viajé sentada y en un entorno mucho más relajado. Al llegar frente a la estación de metro vi en plena calle un mapa de la zona que llamó mi atención. Parecía un lugar bonito rodeado de lagos y parques. La vocecilla aventurera de mi interior me animó a olvidarme del metro y a lanzarme al vacío. Mi objetivo era llegar al hotel caminando y descubrir aquellos preciosos lagos al atardecer.
Giré en una pequeña calle y así llegué al lago. Aguas de tonos verdosos rodeados de sauces llorones que se reflejaban en la superficie. A lo largo de la orilla había pescadores de caña con sus carnadas, cubos, aparejos y una buena dosis de paciencia. Eran hombres nimios de tez oscura, castigada por el sol. Mi paso por allí les despistó. No estaban habituados a que una occidental les irrumpiera en plena faena. Fui su pequeña distracción por unos minutos, en una tarde monótona de verano en la que nada tenían que decirse los unos a los otros. Fotografié aquel momento y proseguí.
Acabé desembocando en una calle muy animada. Había multitud de restaurantes y tiendas, eso sí, auténticamente chinos. Tenía la sensación que iba en la dirección correcta y así fue. Al cabo de más de una hora de paseo comprobé que la parada de metro que tenía delante era la anterior a la mía del hotel. Me sentí orgullosa de mi aventura y seguí caminado con la sonrisa puesta.
Cuando estuve a tres manzanas del hotel mi instinto me avisó en qué calle debía girar sin duda alguna. La conexión que sentí conmigo misma fue tan fuerte que me invadió una gran satisfacción: la satisfacción de la felicidad.
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