Cuántas veces hemos dicho, o nos han dicho, “Llámame cuando quieras. Sabes que estaré ahí para lo que necesites”. Ahora bien, ¿cuántas veces se ha cumplido? El otro día leí una publicación de una mujer joven británica que recomendaba a las personas que en algún momento de su vida estaban siendo especialmente sensitivas, que estuvieran alerta. Ella insistía en que se les presentarían pruebas en el camino y que se sentirían muy confundidas, ya que les parecería que su entorno estaba conspirando en su contra. Obviamente el entorno no conspira en contra de nadie.
Se darían circunstancias difíciles e imprevisibles; sucederían acontecimientos inesperados y decepcionantes; los apoyos incondicionales dejarían de serlo tanto, y un largo etcétera de ejemplos con el poder suficiente de quebrantar nuestra tranquilidad y de agotar nuestros recursos de supervivencia emocional.
No soy una persona especialmente sensitiva. No veo espíritus ni predigo el futuro. No tengo premoniciones. Tan sólo hablo sola y de vez en cuando con los seres que echo de menos, aunque no estén conmigo y probablemente nunca lo estén. A pesar de eso he de decir que estas últimas dos semanas algunas fuerzas ajenas a mí se han alineado para poner a prueba mi incondicionalidad y como dicen mis mejores amigas, mi lealtad.
Pocas veces he necesitado el apoyo emocional de alguien, pero cuando lo he necesitado ha sido una situación de verdadera emergencia, ineludible y rozando la desesperación. Tal vez por el carácter excepcional de mi necesidad, las personas que han sabido estar a mi lado cuando las he necesitado ocupan un lugar privilegiado en mi corazón. Las que no han estado a pesar de habérselo pedido han dejado de merecer la pena en mi vida. Lo que se pide de corazón ha de ser respondido desde el corazón, así que salga lo que salga en el momento de la verdad es lo que realmente hay entre dos personas. Amor, indiferencia u odio.
Intento mantener el contacto con las personas que me importan y que creo que merecen mucho la pena; no obstante, hay ocasiones como ahora en las que dejan de escucharte. Les llamo y no me responden (puede pasar, por supuesto). Les envío un mensaje y pasado un tiempo me responden (no me llaman). Me preguntan qué tal estoy. Les respondo. Sin fijarse en mi respuesta vuelven a preguntarme sobre otros aspectos de mi vida. Les respondo. Sin fijarse en mi respuesta me envían cientos de besos y se despiden. Vaya. Ni siquiera les he contado cómo me va realmente, y lo mejor de todo es que mi intención era más bien saber de ellos, cómo les va, ponernos al día, reírnos un rato del mundo.
He estado pensando sobre ello. Es posible que estemos viviendo una etapa en la que nuestro entorno se encuentra en un momento “dulce”: se han casado, han tenido o esperan tener un hijo… Por supuesto también están experimentando problemas que jamás habían experimentado, como las tensiones con la familia política, las discusiones de pareja por la educación de los niños, la falta de intimidad en la pareja. Se acabaron el sexo, las caricias y las miradas cómplices. Se acabaron hasta las vacaciones. No les envidio, no, sólo que nos olvidamos del resto del mundo y deberíamos darnos cuenta de que “todo pasa”. Los momentos dulces pasan al igual que pasan los momentos amargos.
Creo que no deberíamos tener la mala costumbre de compartir sólo los malos momentos, aquellos en los que “inexplicablemente” necesitamos a los que teníamos olvidados en la despensa. También deberíamos tener el detalle de acordarnos de ellos cuando las cosas nos van bien, cuando somos “felices” (o al menos creemos que somos felices). No es cuestión de tiempo, es cuestión de ser o no ser. Por el contrario, hay otras personas que sólo quieren saber de ti cuando les va más o menos bien. Me imagino que es cuando se sienten con fuerzas para darse al resto. Sin embargo, cuando se encuentran mal se aíslan y desaparecen del mapa. No están para nadie. ¿Por qué? Porque tienen la extraña creencia de que hablar de sus problemas o desahogarse con una amiga es un incordio para la amiga, o tal vez porque creen que no serán escuchados como se merecen. En cualquier caso están en su pleno derecho de aislarse y de echar de su lado a las personas que les quieren. Es una decisión personal.
Yo por mi parte he llegado a una conclusión. “Ser” es “Estar”, por eso ambos son verbos copulativos junto con “Parecer”, que lo convierten en sinónimo de “Ser” para crear atributos gramaticales. Pues bien, la vida no es gramática. “Parecer” no es “Ser” ni es “Estar”. El que está “es” y el que no está “no es”. Con este rollo de repipi quiero decir que trataré de mantener a las personas que me merecen la pena, aunque deba “olvidarme” de ellos a ratos, si veo que están inmersos en un momento dulce donde mi recuerdo está guardado en la despensa.
No acostumbro a actuar por compromiso, actúo porque me sale del corazón. Cada llamada, cada mensaje, cada contacto lo hago porque lo siento de verdad. No tengo interés en mantener mis relaciones mediante contactos superficiales, perfectamente agendados y con aviso de alarma para felicitar a unos y quedar con otros. Relaciones en las que perdemos la noción de lo que hablamos con cada persona. Nos da igual si fue con nuestro amigo Pepe o con nuestra amiga Pepa, la cuestión es que hemos cumplido con todos. Cuando volvemos a ver a Pepe le volvemos a repetir las mismas historias que hace tres meses porque ni nos acordamos de la conversación que mantuvimos la última vez (“¿no fue contigo? Vaya, pensé que te lo había contado a ti”).
Pienso que las relaciones verdaderas se mantienen a ritmo de latido, por sentimiento, de corazón. Ese es el instinto con el que hemos nacido y esa es la mejor herramienta que tenemos para rodearnos de lo mejor en nuestras vidas. Y por si se nos olvidaba, a todos (sin excepción) nos gusta que nos traten de forma única y especial. ¿Por qué? Porque cada uno de nosotros somos únicos y especiales.
—————